A ver si consigo aclararlo y con ello, a lo
mejor, a alguno se le abren los ojos y
empieza a distinguir, que con el pecado común y propio de generalizar tendemos
a meter en el mismo saco a todo dios. Y esto ha convertido a la función pública
en un Titanic de mercadillo, pasajeros de distintas castas en distintas
categorías, la masa currante hacinada en la bodega y los privilegiados, junto a
tripulación y oficialidad, con entrada de primera para los botes salvavidas,
que esto se hunde.
Los empleados
públicos, esos adoradores del maligno a los que los ineptos gobernantes
recurren para desprenderse de sus culpas y cargar con sus responsabilidades. La
Ley los define como aquéllos que desempeñan funciones retribuidas en las
Administraciones Públicas al servicio de los intereses generales y los
clasifica en funcionarios de carrera, funcionarios interinos, personal laboral,
personal eventual y personal directivo. Y esa misma ley fija, para todos ellos,
como fundamentos de actuación, entre otros, el servicio a los ciudadanos y a
los intereses generales, la igualdad, el mérito y la capacidad en el acceso, el
sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, la objetividad, la profesionalidad y
la imparcialidad en el servicio, la transparencia y la responsabilidad en la
gestión. Para todos los empleados públicos.
Es decir,
todo aquél que cobra de una administración por el trabajo que realiza para ella
es un empleado público y debe cumplir los principios establecidos. Hasta ahí de
acuerdo. Pero es a partir de este punto donde se lía la cosa, porque bajo este
paraguas se camuflan muchos que pervierten dichos principios y que han
prostituido el concepto de empleado público. Y esta perversión es la que lleva
a pueblo soberano que paga las nóminas a confundir churras con merinas.
Empiezo el desglose
de los fundamentos de actuación, englobando a los funcionarios y el personal
laboral en un grupo, y al personal eventual y el político en otro, más que nada
por no mezclar los sabores y los olores. Punto uno. Igualdad, mérito y
capacidad en el acceso. Para los del primer grupo, que se han tenido que currar
un proceso selectivo, estos conceptos están más que claros. Para los segundos,
los digitales, es que me meo todo. Bueno, casi todo. Porque, a ver, sin
generalizar que gente buena hay en todas las casas, la capacidad está por
demostrar, vistos los resultados. Ahora bien, la igualdad sí se cumple, ya que
igual da del partido que sea el agraciado con el empleo a dedo, que buen sueldo
tendrá. Y en cuanto al mérito, permitidme que no escriba lo que pienso, que
muchas y variadas son las formas de hacer méritos y no me apetece ser vulgar.
Punto dos. Lo
de someterse a la Ley y al Derecho. Los del grupo trabajador no tienen otra, el
sistema lo establece, lo vigila, lo protege y lo sanciona cuando se tercia. Pero
los del grupo digital, ¡ay, señor, los del grupo digital! Ya no es que muchos
se pasen por el forro la ley, el derecho, la justicia, la ética y lo que sea
necesario, pues con ellos no va el tema. El problema es que son ellos mismos,
los corsarios, los que legislan para su beneficio. Y, como tontos no son,
artículo sobre artículo, decreto por aquí y por allá, se construyen un chalé
con búnker y nos dejan las casas de paja y de madera al resto de los cerditos
para que nos las tumbe el lobo. El sueldo en la cartilla todos los meses es lo
único que les interesa.
La
objetividad, la profesionalidad, la imparcialidad, la transparencia, la
responsabilidad en la gestión, los intereses generales y otras menudencias sin
importancia me las dejo para dirimir mañana, que hoy ya se me ha descompuesto
el cuerpo, será un virus, ya sabéis. Pero, por el momento, parece que las
diferencias entre el grupo de los funcionarios y el otro asoman nítidas entre
los escombros del sistema. ¿O no?
Lo dicho.
Mañana, más.