Esto no es más que una reflexión, pensar en voz alta. ¿Quién tiene la culpa? ¿Qué es más fácil, responsabilizar a los padres o al sistema? Lo lógico es repartir los débitos entre ambos. Por un lado, los padres descargamos nuestras frustraciones sobre nuestros hijos, pretendemos moldear sus vidas a gusto y capricho propios sin darnos cuenta de que las mismas no nos pertenecen. Les sometemos a presiones y requerimientos que no soportaríamos nosotros, sin detenernos a averiguar lo que realmente necesitan. La vida nos obliga a estar lejos de ellos demasiado tiempo y por ello intentamos controlarlos a distancia. Nos perdemos sus deseos, pues los nuestros son siempre más importantes y no priorizamos sus ilusiones, ya que se nos antojan absurdas. No les comprendemos, ni intentamos hacerlo. Sus razones nos parecen simples y sus sentimientos siempre, siempre, impropios e infantiles. No les escuchamos. Nos limitamos a oírles, sin valorar lo que dicen. Y cuando las circunstancias nos sobrepasan, algunos abandonan y se inhiben, dejando a los hijos con la libertad suficiente para autodestruirse. Se nos ha olvidado que también fuimos jóvenes, que también sufrimos la incomprensión, que muchas veces nos sentimos solos, extraños en un mundo de adultos que no sabíamos entender. Sus problemas, nimios a nuestros ojos, se maximizan por nuestra falta de atención, llegando a convertirse en auténticos traumas cuando se alcanza la madurez. No sabemos interpretar la multitud de señales de auxilio que continuamente nos envían. Y vamos al socorro cuando, en ocasiones, ya no hay remedio, ya no hay vuelta atrás y les hemos perdido para siempre.
Por el otro lado está el sistema. No sólo el educativo, también el político. Desde mi punto de vista, en materia educativa estamos sumidos en un desastre de proporciones incalculables hoy en día, pero que se manifestarán agudamente cuando los que ahora son niños lleguen a adultos. Desde los centros académicos no se sabe y/o no se puede descubrir el potencial de los estudiantes. Exceptuando los casos vocacionales, se mal orienta el futuro y no se aprovechan las cualidades individuales que todos, absolutamente todos poseen. No hay alumno malo; cada uno tiene algo que lo hace especial y distinto, dotándole de cualidades únicas y excepcionales. Pero no afloran, no encuentran su camino. Se tropiezan con asignaturas inútiles, impartidas por profesores desilusionados que ven amordazadas sus iniciativas por direcciones y legislaciones estúpidas, llegando a transformar a docentes capacitados y buenos en ausentes redactores de materias caducas. Abundan los excelentes maestros, pero también es numeroso el grupo que se limita a ver pasar alumnos por sus manos sin involucrarse en su formación, los que comunican la materia con literalidad, haciéndola aburrida e insoportable. Los que realmente valen la pena se endurecen ante las actitudes del alumno, compañeros y directores, y, salvo honradas y gratas excepciones, sucumben a la desidia.
Pero padres y profesores no son, a mi entender, los culpables de la debacle. Encima de ellos, el legislador incapaz e inepto siembra de obstáculos el camino. No se puede dudar de la voluntad que guía al que redacta las leyes. Lo que sí se puede poner en entredicho es la positividad y lógica de las mismas. Sólo hay que ver los resultados. El estudiante que consigue finalizar sus estudios de bachillerato parte de salida hacia la Universidad con una acumulación de conocimientos sin sentido ni posible aplicación que nada más le habilita para participar en concursos de cultura general o para rellenar crucigramas. No se les encamina desde el principio, y así van las cosas después. Vegetan en carreras que no les llenan, saliendo al mercado laboral sin motivación ni espíritu. Aún así, en la mayoría de los casos tienen más suerte que aquellos que dan con sus huesos en la malformación profesional, que está direccionada a preparar mileuristas condenados a galeras de por vida. Y aquel que abandona los estudios prematuramente y se sumerge en el mundo adulto siendo todavía un niño, recibe su preparación muchas veces a base de golpes y abusos.
En resumen, siendo esto nada más que una opinión expresada desde la ignorancia la solución se me antoja complicada. A mi entender, todos los peldaños de la escalera necesitan ser reestructurados. El cambio es imperativo que se origine en la cabeza, en el control político; dar con la fórmula que facilite el progreso de nuestros hijos no es fácil. Y no lo será nunca si imperan las razones partidistas sobre los principios de la lógica. Las niñas y los niños nacen capacitados; los padres y los profesores tenemos la misión de descubrir su talento, potenciarlo y promocionarlo. Y el estamento político legislador tiene la obligación de proteger al que se está formando y facilitarle el camino. No como ahora, que todo son trabas e impedimentos.
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