jueves, 5 de enero de 2012

El campesino, el burro y el circo.

Es lo primero que escribo este año. En Nochevieja me prometí abstraerme de lo que se avecinaba, apartarme del teclado si lo que me motivara sentarme ante él fuera plasmar lo que la actualidad me ofreciese en forma de leñazo en los riñones. Pero, como coleccionar por fascículos, ponerse a régimen y abandonar vicios insanos, todas son intenciones que se quedan en el contenedor de la esquina. Este veneno que se me mete dentro sólo sé expulsarlo con la palabra.
Veréis. Entre recortes, subidas de impuestos y ajustes por un lado, Undargarín esquiando en los USA por otro, Soraya destapando mentiras zapateristas por doquier (la última, lo del superávit de la Seguridad Social es gorda, muy gorda) y los alemanes meándose encima de nosotros contentos por haber encontrado un país de corderos dispuesto a sacrificarse por la causa del euro, la única neurona que tengo operativa después del pedal del 31 de diciembre se me ha sublevado y me ha sacado de la hibernación.
¿Conocéis el cuento del campesino, su pobre burro y el circo a tres pistas? Os hago memoria. Érase una vez que se era un labriego que, tras muchos años de bonanza agotó sus tierras y se vio hundido en la miseria. Vendido todo lo vendible sólo contaba para obtener rendimientos de su finca con el esfuerzo que le ofrecía el burro que le tiraba del arado, día tras día, sin parar. Venga a trabajar y trabajar, el animal respondía como podía a las exigencias de su amo, algunas de éstas en forma de fusta. Pero el campo ya no producía, estaba muerto, sin vida. Nada de lo sembrado crecía. El labriego, además de no alimentarle, azotaba al jumento como si él, mísero rucio explotado, tuviera la culpa de la hambruna que se abalanzaba sobre el antaño rico y dilapidador labrador. Tal era el estado que alcanzó el asno que la carne abandonó las costillas que dibujaban su cuerpo y sus patas, varillas de paraguas semejaban.
Un buen día llegó al pueblo un circo de lujo, con tres pistas, payasos, magos, trapecistas y un montón de fieras salvajes. Y, claro, los animales en cuestión necesitaban mucha comida para mantenerse lustrosos y seguir ofreciendo su espléndido espectáculo. Entones, nuestro desesperado campesino vio la luz, tocó a su puerta y, agobiado por la falta de pan que llevarse a la boca, vendió el burro para que sirviese de alimento a tantos tigres y leones, todos quieren ser los campeones. Dicho y hecho. Con lo que le dieron tuvo suficiente para comer una buena temporada. Al pollino, sólo huesos y ojos, que le dieran por saco. Había rentado todo y más. Ni sangre tenía ya en las venas.
El símil es sencillo. El campesino es el Gobierno español. El circo, la Unión Europea. Y el burro, pues tú, tu vecino, el de enfrente, Maroto, el de la moto y servidor de ustedes. Ahora bien. Todos los cuentos tienen un final. Y el que nos ocupa terminó tal y como sigue. Transcurridos tres días de la venta del borrico, el propietario del circo llamó al anterior dueño y le pidió que, por favor, se llevara al animal a su casa, que ya no lo quería, que tal era el hambre que traía el viejo garañón que ya se le había comido dos elefantes, tres leones, al tigre blanco, al domador y a la mujer barbuda. La ruina total.
Pues eso. El euro ya tiene mártires, ofrendas para lograr beneficios en pos de la grandeza de la Europa franco-teutona. Borregos para el matadero. Pero ojito, el que avisa no es traidor. Igual llegamos y, con la necesidad que arrastramos, no dejamos molla sobre hueso. Que yo no sé vosotros, pero a mí esto de inmolarme mientras otros se hartan como que no me apetece mucho que digamos.

1 comentario:

  1. Jejejejje Me ha gustado el final del cuento. Ojalá en la vida real suceda lo mismo y los tigres y leones no se coman al burro...

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