Dentro de este montaje en el que nos movemos por obra y gracia de nuestra gloriosa pertenencia a la Unión Europea, el papel a desempeñar por España en el cambalache está cada vez más definido. Los que cortan el bacalao, mientras riegan el chucrut y las salchichas de a metro con champagne francés, consideran que la estabilidad de la zona euro y, por ende, de todo el sistema “econocida” que gozamos con alegría y frenesí los bárbaros del sur depende de lo que nuestros gobernantes puedan ofrecer para ser devorado por los dioses. Una cosa amena y entretenida como el relato bíblico que aparece en el Génesis y que cuenta la divertida anécdota de Abraham y su hijo Isaac.
Recordemos. Dios ordenó a Abraham el sacrificio de su hijo Isaac si se quería convertir en el verdadero padre de muchos pueblos. El patriarca, tras viajar un tiempo, encontró el túmulo que Dios le mostró como el lugar indicado para la ofrenda. Cogió a su hijo y le hizo subir la montaña cargado con la leña con la que iba a ser inmolado. Isaac, durante la penosa ascensión, no paraba de preguntar a su padre una y otra vez por el animal que iba a ser la víctima del holocausto. Abraham, caldeo él, el sueco se hacía mientras su vástago inquiría insistente sobre dónde estaba el futuro carnero asado, obteniendo como única y repetida respuesta que el Señor proporcionaría uno. Así todo el camino: Isaac con el combustible de su propia pira sobre las espaldas a la par que su padre, con el bastón en una mano y el cuchillo en el zurrón, ni sabía ni contestaba.
Una vez en la cima Abraham preparó el altar donde degollaría y después quemaría a su hijo, sangre de su sangre. Tiempo y energía tuvo para ello pues él ni una rama portó para llegar a la cumbre antes que Isaac. Éste, derrengado por el peso de la carga, sin fuerzas y seco como una mojama ya que su padre ni agua le dio para el trayecto, alcanzó arrastrándose su patíbulo. Mientras jadeaba por la sed y mareado por el sobreesfuerzo, Abraham le agarró y sin otorgarle la más mínima oportunidad para que reaccionase, lo tumbó sobre el altar y se dispuso a liquidarle. Dos tajos rápidos y certeros y al fuego. Cualquier cosa con tal de lograr la grandeza ante los ojos de Dios.
Fue en el preciso instante en que la muerte se abatía definitiva sobre Isaac cuando, de quién sabe dónde, apareció un ángel y detuvo la carnicería, entregando a Abraham otra inocente pieza que sustituyera a su hijo. Un final de lujo. Abraham, contento porque había demostrado su decisión, e Isaac, temblando aún de miedo pero feliz por haberse librado de la sangría.
Hasta aquí una narración novelada de la Biblia. A partir de este punto que cada uno rebautice a los protagonistas del relato. Para mí, que muy bien no debo de andar de la cabeza ya que me entretengo en escribir estas cosas, Abraham es el papá gobierno que está dispuesto a sacrificar tras martirio a sus hijitos, los españoles, en honor y para gloria y grandeza propias, como ejecutor, y de los dioses europeos, como grandes hacedores. Lo que ocurre es que pienso y pienso y no encuentro ni ángel que frene la matanza ni carnero que poner en lugar nuestro.
Así que, lo dicho al principio. El papel de España es el de costillar a la brasa. Del barato. Qué pena, madre, qué pena.
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