martes, 10 de enero de 2012

Un viaje a Nunca Jamás

Llevo un buen rato asomado al balcón y mirando como un idiota hacia las estrellas, en busca de una nube con forma de galeón que me secuestre y me conduzca al País de Nunca Jamás. Ya sé que un hombre de taitantos años, fondón, con más pelo ya en las piernas que en la cabeza y que se encuentra en ese momento de la vida en el que el carácter se torna de dulce en una leche agria y mala (¿será la pitopausia?) no debería perder el tiempo en estas gilipolleces. Pero ya que este divino paraíso terrenal en el que la fortuna me permite retozar alegremente es un erial árido y pedregoso, después de una dura jornada devanándome los sesos entretenido en el noble deporte de sobrevivir, el placer de dedicar unos minutos de mi maravillosa existencia a evadirme en el limbo de lo absurdo es un lujo que aún puedo permitirme ya que todavía no cobran entrada.
Ahí estoy yo. Patético. Soñando con un país imaginario en el que los piratas son piratas de los de parche en el ojo, garfio en vez de mano y una pierna de madera arrancada a una silla, unos zarrapastrosos que moran todos juntos en un barco y cuya único temor es ser devorados por un cocodrilo colosal. Un país en el que el habitante más independiente es un chiquillo repelente y hortera vestido de verde, que vuela gracias a unos polvos mágicos que le proporciona un hada de diez centímetros y cuyo ejército está compuesto por una miserable banda de niños perdidos…¡Alto! ¡Todos parados!¡Viva Honduras!...se me va la pinza…Bueno, continúo con este bucólico relato, que estoy inspirado (ja). Un país en el que las sirenas son unas hermosas y embaucadoras criaturas, un mixto entre mujer y pez de penetrante mirada y misteriosa belleza que te hipnotiza con su melodioso canto. Un país en el que los indios son indios de verdad, de los que cazan su comida y bailan en rededor de una hoguera, conectados con su Manitú particular merced a un colocón glorioso vía pipa de la paz. Un país en el que encontrar vivienda se reduce a ocupar el árbol hueco que más te place, y alimentarse un acto de imaginación. Un país fantástico…
¡Vaya! Por la esquina dobla vociferando un chaval, que los veinte aún no los tiene. Lleva encima una borrachera del ocho y no para de berrear. Blasfema en arameo y se lo hace encima de todas las instituciones privadas, públicas y sagradas que existen en este mundo y en el resto de planetas habitables…Se cae…Se levanta…Se vuelve a caer, esta vez contra un coche…No se mueve…Para habernos matado el trompazo que se ha metido…No, no se ha muerto, ya se incorpora y más mal que bien continúa su camino. Bueno, a lo mío.
¿Por dónde iba yo? ¡Ah, sí¡ Un país de piratas de traje de sastrería (el que los pague), que le han puesto sus parches a los dos ojos de la diosa Temis, Iustitia o como quieras llamarla para que no vea más allá de dónde le dicten y legislen. Piratas que portan el garfio en el bolsillo, siempre atentos para pescar todo lo que en la talega quepa. Piratas electos con el corazón de madera y la cara de piedra que han invadido los barcos del pueblo y que con los cocodrilos se hacen zapatos y bolsos. Piratas que no temen a nada ni a nadie pues se saben intocables. Un fabuloso país en el que, el que se atreve a plantar cara y vuela acaba en la cazuela o enganchado a diez centímetros de polvos mágicos. Un país en el que el habitante más independiente, por lo menos hasta que se le pase el pedal, se ha abierto la cabeza hace un momento contra el capó de un coche. Un país cuyo ejército anda perdido por tierras extrañas, ocupado en la reconquista de la Tierra Santa talibán, dejándose matar por cuatro perras gordas. Un país en el que las sirenas viajan sin médico ni sanitarios para ahorrarse abonar las guardias. Un país en el que los indios andamos haciendo el indio sin descanso, bailándole el agua a los piratas, a sus asesores, a los que les custodian los tesoros, a los que lucen una sangre de otro color por derecho divino y a los que sin oficio conocido encuentran su beneficio en el expolio de lo ajeno. Indios que nos tragamos todo eso y mucho más sin necesidad de fumarnos nada, únicamente por cobardía, complacencia, miedo, instinto, pasividad o complicidad, que de todo hay. Un país de horchateros en el que no podemos pagar una vivienda digna sin prostituir el alma, y en el que alimentarse es un derroche de inventiva e imaginación… Mira por dónde, en lo de la comida y en los zarrapastrosos este fantástico país coincide de lleno con Neverland.
Casi que mejor entro en casa, que empieza a caer la fría noche y mañana toca pelear de nuevo. He empezado soñando y soñando y, como no podía ser de otra manera, me he comido entera, hasta la mismísima campanilla, la puñetera realidad. Como no despertemos, de ésta no nos salva ni Dios. Lo que yo os diga.

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