Menuda noche he pasado.
Horrorosa. He tenido una pesadilla de premio Planeta. La firmarían, pero ya, Lovecraft,
por lo delirante más que nada, o el mismo Poe, dado el trasfondo psicológico
del delirio nocturno que no me ha dejado descansar. Aunque, puestos a buscarle
un parecido, Erzsebét Bathory, la protagonista de “La Condesa Sangrienta”, de Alejandra Pizarnik, se asemeja bastante más
a los monstruos que me han visitado hoy que los noctívagos de Lovecraft o los
personajes góticos y surrealistas del escritor de Boston. Para el que no lo
sepa, el libro en cuestión narra la vida
de una noble húngara acusada y condenada por el asesinato de seiscientas
cincuenta jóvenes. Según parece, esta perla de la humanidad, apoltronada en su
castillo, caía sobre sus víctimas para desangrarlas y cumplir así con su
obsesión de conservar la juventud. Un fichaje de primera la linajuda homicida.
Pero voy al grano, que me
pierdo en los detalles y aquí se trata de contar lo que aún me tiene acongojado
(he decidido no escribir acojonado, que resulta vulgar). Vamos, que todavía
tengo los congones (no buscarlo, son los cojones de la familia semántica de
acongojado) a la altura de la nuez. Pues eso. Estaba yo encadenado de pies y
manos a dos postes, suspendido en el aire y formando con mi cuerpo una cruz.
Una equis en la quiniela. Y encima, para que la fiesta fuera completa, en
pelotas totales y con una bola de papel en la boca, a modo de tapón. Un
humillante atentado estético no apto para menores ni para los que no tengan el
gusto atrofiado.
Sigo con el suceso. De esta
guisa, miro a un lado y al otro y me encuentro con que no estoy solo en la
desgracia. Soy un punto más en una interminable fila de desdichados y
desdichadas que sufren idéntica situación a la mía. A mi izquierda, una
octogenaria señora llora desconsolada, piel sobre huesos. A mi derecha, un
chaval de veintitantos se retuerce en un vano intento de librarse de los
grilletes. Millones somos, no tiene ni principio ni final la cuerda de penados.
Pasan las horas, sollozos y quejidos, la tortura es larga. Mi anciana vecina
yace muerta, creo yo, mientras el joven cautivo ha cesado ya en su lucha, tiene
las muñecas descarnadas y la sangre cae a borbotones sobre el suelo.
No sé cuando, de la
distancia escucho un rumor que se acerca por la siniestra, un sonido que, a
medida que se halla más próximo a mí, pasa de un murmullo suave, a un susurro sin
sentido para transformarse por fin en unas frases musitadas por los que supongo
son los carceleros. Estoy aterrorizado, los siento ya inmediatos, percibo su
fétido aroma, intuyo que son varios los verdugos…Ya están aquí, se detienen
tras la pobre mujer que me acompaña, muerta hace horas. La zarandean, liberan
su boca y uno de ellos concluye con frialdad: “Lástima. Otra que se nos ha
escapado sin que le hayamos arrebatado toda la sangre. Otra que ha vivido por
encima de sus posibilidades y que se muere sin recibir su castigo. De seguir
así, no lograremos el objetivo, no alcanzaremos la eternidad, no cumpliremos
los compromisos adquiridos. Esto no funciona. Pasemos al siguiente, a ver
cuánta vida le podemos robar”.
El pánico me domina. Se han
detenido, les ofrezco mi espalda indefensa. Ahora les oigo con claridad. No les
veo pero noto su insoportable presencia, su aliento pútrido se clava en mi
nuca. No puedo más. Uno de ellos se aproxima a mí, apoya una mano en uno de mis
hombros, acerca su boca a un oído y me dice, con su voz de rueda de prensa: “Tranquilo,
no te resistas que te dolerá más. Un par de pinchazos, unos ligeros cortes, y tu
vida ya nos pertenecerá del todo. Necesitamos tu sangre, tu sacrificio es
indispensable. Eres tú o nosotros. El Estado te lo agradecerá, el sistema te lo
agradecerá, los dioses te lo agradecerán, no llores que de nada te va a servir,
estás en nuestras manos, vas a morir…”
Joder. Menos mal. Las ganas
de orinar y el pitido horario de una emisora de radio me han rescatado del
drama. Son las cinco de la mañana. Me he vuelto a dormir con los cascos
puestos. Escucho las noticias mientras recupero el resuello. Primero, Luis de Guindos hablando de futuros
ajustes. Después, Soraya justificando las medidas. Son las mismas voces que las
del sueño. Las mismas. Y también es idéntico el mensaje. La pesadilla no ha
terminado. Recién comienza…
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