lunes, 22 de marzo de 2010

El botellón

La reflexión sobre el botellón debe ser más profunda, no limitarse a si un ayuntamiento habilita o deja de habilitar zonas para que nuestra juventud se relacione y se emborrache hasta olvidarse del mundo que los adultos estamos tejiendo para ellos. El adolescente, el joven, establecido en la misma ruina que ahoga a los padres, busca una huída hacia ninguna parte, un viaje barato a una quizás malentendida diversión. Con poco dinero encuentra horas de conversación, marcha, ligue, baile y liberación (que no libertad), se embriaga en una actividad en la que el adulto no tiene cabida. Escapa del control paterno y se ríe de una sociedad que a su vez se burla de él.
Porque, francamente, poco o nada de futuro les podemos ofrecer hoy en día. Tienen todo a su alcance, lo conocen todo y no lo saben valorar. Ya no hay curiosidad, apetito por el descubrimiento, y eso entierra los principios y las ideas. Les hemos embotellado en nuestro mundo, permitiéndoles e incluso obligándoles a ser mayores, pero sin explicarles la responsabilidad que ello conlleva. En nuestra constante preocupación por sobrevivir, les hemos arrastrado a esto. Vale que les decimos que su deber, que su trabajo es formarse y educarse, vale que les insistimos en lo negativo del abuso del alcohol y las drogas, vale que les dejamos muy claro que el que no elije el camino correcto acaba estrellándose sin remisión.
Pero no son tontos. Abren los ojos y nos ven pelear y luchar contra molinos de viento. Se hallan dentro de un sistema educativo que no premia las capacidades, que no sabe orientarles pues no se molesta en conocer lo mucho que pueden hacer. Y, luego, son muy conscientes de que en este mundo no triunfa el mejor, ni mucho menos. No tienen ilusión por nada, y por eso ellos, el valor más grande de nuestra sociedad, prefiere perder el sentido hinchándose a cubatas a ser como nosotros. Por algo será.

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