domingo, 22 de abril de 2012

El timo de OZ

A continuación os dejo el correo que una amiga me ha enviado. Es ameno y asaz divertido. “Hola. Me llamo Dorothy y no sé qué puñetas pinto yo aquí. Veréis. Hasta hace bien poco vivía en una granja y las cosas pues funcionaban, mejor o peor, pero funcionaban. Trabajábamos y para comer alcanzaba. Incluso, ya que la situación prometía, decidimos ampliar el negocio y comprarnos un carro nuevo, todo gracias a unos señores muy simpáticos que nos dejaron la pasta que necesitábamos y un poco más. ¡Qué alegría! Todo iba de cine, días de vino y rosas. 
 Una mañana cualquiera, Totó, mi perro, y yo estábamos jugando con la Play cuando apareció un tornado devastador. No es que surgiera de la nada, no. Se le esperaba, aunque no se le deseaba. Se sabía que, tarde o temprano, un fenómeno inevitable destruiría lo que habíamos construido, sin dejar piedra sobre piedra. Pero, aun así, nadie había tomado las medidas oportunas para protegerse, para protegernos del desastre que se avecinaba. Y ocurrió.
El viento era tan fuerte que todo lo succionaba. Busqué refugio pero ese perro tonto quería terminar la partida y no me dejó otra que ir a buscarlo. Decisión fatal. El vendaval era tan poderoso que arrancó la casa y un torbellino la engulló durante no sé cuánto tiempo, golpeándola de tal forma que es incomprensible cómo, al aterrizar, todavía se mantenía en pie, con la estructura hecha añicos y el interior desmantelado, pero en pie. 
Sigo con el relato. Cuestión de casualidad o puntería. Al caer con tanta violencia sobre el suelo mi casa aplastó a un personaje al que sus esclavos, los munchkins (españolitos todos, del mundo os libre Dios, que una de las dos Españas os helará el corazón y limpiará el bolsillo), llamaban Bruja mala del Este (o líder interplanetario, que va en gustos). Sólo asomaban unos zapatitos rojos por debajo. Sus gobernados se sintieron felices y aliviados de librarse de semejante monstruo, un ser malvado que, junto a otros de igual ralea, había planeado y ejecutado la aniquilación del sistema mientras cocinaba el tornado que me había conducido hasta allí. 
Yo estaba contenta, pues creía que la tormenta ya había pasado, pero triste, tristísima, ya que no sabía cómo salir de donde carajo estuviera y regresar a mi casa, recuperar lo que tenía antes. En esas se debatía mi espíritu cuando apareció la Bruja mala del Oeste para relevar en el cargo a su espachurrada colega del Este. “¡Has matado a mi hermana, y te voy a amargar la vida, me vengaré, dejaré caer sobre ti toda mi furia y mi venganza, te atacaré con mi ejército de monos voladores, te montaré unos pollos generales, no te permitiré encontrar la salida! ¡Ja, ja, y ja! (risas acompañadas por palmeros sindicalistas y demás amiguetes del heredero del Zapatero).” 
Asustada, no sabía qué hacer. Apareció entonces Ángela, la Bruja buena del Norte, que me dio unos zapatos de plata (en forma de préstamo a precio de usura) y un beso (aviesas intenciones quizás de la maga teutona), y se piró, no sin dejarme bien claro que, o le devolvía lo prestado, o me quitaba hasta las bragas.
Allí me planté yo, con unos zapatos muy bonitos que no sabía cómo usar. Menos mal que Nicolasa, una nueva Bruja buena, la del Sur, me explicó, con acento francés, cómo usarlos y me indicó el camino que habían diseñado entre ella, su socia del Norte y los mercados. Un camino por el que deambular obediente y que no debería abandonar si quería huir de la miseria. Un camino de baldosas amarillas que parecía el itinerario de una carrera de obstáculos, con fosos de tiburones de chaqueta y corbata, y fieras salvajes especulando por allí y por allá. Un lujo. Y todo con el único y último objetivo de llegar hasta la Ciudad Esmeralda donde, según me habían contado, vivía un poderoso mago que resolvería mis problemas y me indicaría cómo recobrar lo que, tornado, brujas nefastas, monos voladores, especuladores y la madre que los parió me habían arrebatado. 
Comencé el recorrido, sin agua ni alimentos. Una travesía del desierto, bajo el inclemente azote de los intereses de la deuda. Y, para colmo, se me unieron en la aventura tres elementos dignos de análisis. Primero, un espantapájaros al que los cuervos estaban vaciando y al que tuve que rescatar del palo donde estaba anclado. Éste quería cerebro para pensar, pues no daba ni una. Después, un hombre de hojalata, anclado en la misma posición durante muchos años, con las articulaciones oxidadas. Un trasto insensible que buscaba un corazón de verdad, el mismo que tenía cuando era de carne y hueso, antes de que las brujas y compañía le transformaran en un trebejo inútil. Y, por último, un león cobarde, un ente timorato y pusilánime al que el miedo guiaba, una fiera de chiste acojonada. 
Anduvimos y anduvimos penosamente, resistimos a los ataques de los monos voladores y demás cuadrilla de sicarios de la Bruja mala del Oeste, capeamos los golpes de los mercados, sorteamos las trampas tendidas por los creadores del maldito camino de las narices amarillas y al final, ¡premio! Estábamos por fin en la Ciudad Esmeralda. Allí el fabuloso mago de Oz solucionaría nuestros males. Eso fue ayer. 
Hoy me encuentro con que el tal hechicero es un timador, un tramposo que, al igual que yo, no tiene ni la más remota idea de cómo largarse de este mundo fantástico. Así que, visto el panorama, me huelo que las cosas se van a quedar, salvo milagro, como siguen. El espantapájaros continuará haciendo el ridículo. Eso es lo que trae el carecer de cerebro. El hombre de hojalata volverá a anclarse inamovible, recreándose en épocas pasadas. Consecuencias del famoso “como a mí no me afecta, qué más me da”. Y el león seguirá siendo un caniche pelón y asustado. Faltan arrestos. Muchos arrestos. Porque, que nadie se llame a engaño, no hay fórmula mágica que arregle el desaguisado que, entre unos y otros, se ha montado. 
Entonces, y dadas las circunstancias, después de mandar al guano al mago, he agarrado del pescuezo a Totó, le he volado la cabeza con la escopeta de Froilán (o la de su abuelo, qué más da), lo he despellejado y a la brasa me lo voy a comer. Al fin y al cabo ha sido él, Totó, mi envenenada conciencia, quien ha permitido y provocado todo esto.” 
 Sin palabras.

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