Definamos
barón. Título nobiliario con el que los reyes muestran su gratitud hacia ciertas
personas. El siglo XVII en pleno XXI. El PSOE exhibía sus baronías y Zapatero otorgaba
dominios a torpes, trepas e ineptos. Ahora Mariano Rajoy también cierra su
círculo noble. Con dinero o sin dinero, hace siempre lo que quiere y su palabra
es la ley. Señores ilustres gozando de derechos feudales, catalogados a la
derecha del padre por un rey que yerra por cobardía. Barones azules, que no
rojos, sin la ilustración de Montesquieu y con la desvergüenza del que luce su
inmundicia abriéndose un abrigo. Por debajo en la jerarquía del Conde, sucesor
en ciernes del monarca salvo abortos varios, obedientes discípulos del poder.
Cuatro
horas han bastado entre Presidente y barones para obtener el compromiso unánime
de los mismos con la agenda reformista y la somanta de palos que mal aguanta ya
el vasallaje. Una foto familiar para el
retrato del pintor de cámara y juntos, a arreglar un país desecho por los
costados. La cúpula militar renovada, las fuerzas de seguridad del Estado
encaradas, la ciudadanía ahogada y humillada, uno de cada cuatro en el paro. Nosotros
por un lado. En el otro, salvapatrias, políticos de medio pelo, al mando y en
la oposición, unos destinados a explicar bien las razones de los ajustes, y
otros intentando subirse a un carro en el que nadie quiere abyectos y
lamentables parásitos de la casta.
No confío
en ellos, en ninguno. No atisbo un gesto inspirador. Desmontan los servicios
públicos por la base, despiden a miles de trabajadores pero ellos, su mafia, se
ubican y reubican, mejorando sus posiciones. Entre barones, señores e hidalgos,
además de algún bufón aprovechado y varios rastreros y serviles, suman casi
450.000 en el ejército del enemigo. Cuestan mucho y valen poco, pero se bastan
para saquear y devastar España. Liquidan una televisión autonómica, depósito
oficial de amigos, despidiendo a 1.000 de la tropa pero mantienen, aquí o allá,
a los caros, a los directores del colegueo y secretarios de la cosa. Mientras,
su dueño y barón Fabra, en plena mendicidad, contrata cinco asesores nuevos
para celebrar la ruina por todo lo grande. En la calle contraria los rivales,
de boquita, no sueltan la teta ni con agua hirviendo, han hecho de la
mamandurria su objetivo y del engaño su profesión. Así funciona el tema a lo
largo y ancho.
Hay que
colocar al socio. Asesor. Palabra mágica que define a ciertos empleados
públicos que acceden a la administración por los principios de desigualdad,
demérito e incapacidad. Todos valores que no hay sentido legal común que
admita, salvo el entramado interesado que es la legislación española. El
corsario crea sus propias leyes, blinda su ultraje y se ríe del administrado.
Buscan
los de la casta el sacrificio, dicen que no quieren que seamos griegos. Yo tampoco.
Prefiero por mil y una vez ser islandés, mirarles a los ojos y decirles a esta
legión que se marchen, no sin antes forzarles a pasar por caja y juzgado. A los
de ahora, a los de antes, a los que abandonaron el barco cuando el agua llegaba
a cubierta, a los que se han borrado del país, a los que se escudan en el rango
familiar, a los que quieren que rescatemos sus negocios con nuestra hambre y a
los que pretenden imponer su tiranía económica. A todos ellos. De arriba hacia
abajo, depurarles, exigirles su responsabilidad y despedirles, a la puñetera
calle, o encerrarles de por vida. De la misma vida que han destruido. Sin
perdón hacia el ladrón.
Así que
no me hablen de barones, que me toca mucho la moral. Y otras cosas.