Los padres somos muy torpes en infinidad de ocasiones. Vertemos sobre nuestros hijos nuestras frustraciones y nuestro cansancio, hartos de pelear por la vida y por la suerte. Ellos, inocentes sujetos a merced de nuestras decisiones, no entienden, no comprenden que el mundo en el que viven ha perdido el sentido, que todos sin excepción estamos en manos ajenas que manipulan y dirigen el destino común. Ni falta que les hace, no es lo que les toca, ellos deben recoger lo bueno, mucho o poco, que les podamos ofrecer y disfrutar de esos pequeños momentos que constituyen el mundo feliz en el que quieren y merecen, por qué no, crecer. Sin embargo nos equivocamos, deseamos que sean distintos a nosotros, que aprendan a sufrir y a competir, que el objetivo que se marquen sea el triunfo sobre todos y sobre todo. Y ese el error. Les estamos robando la infancia, les exigimos que corrijan la impotencia propia, les obligamos a escalar cumbres que nosotros ni tan siquiera aspirábamos a alcanzar con su edad. Estar encima de ellos, someterles a actividades agotadoras, disciplinas que confunden el deseo propio con la capacidad de los hijos.
Quiero aprovechar esta tribuna para ser sincero, quizás para disculparme con la persona a la que más quiero y querré en mi vida. Cuando nació y la vi, cuando me la pusieron en los brazos, me enamoré de ella. Supe en ese momento que María iba a ser la que controlara mi corazón y mis sentidos para siempre. Nada tan frágil ni tan hermoso había en el mundo, con esas almendras que me miraban y suplicaban calor, con ese llanto que repito las noches en las que soñar entretiene mi espíritu. La quise en ese momento, hincó su mirada en mi corazón y desde entonces respiro por ella.
Últimamente no estoy siendo justo, interpretando la justicia como aquello que los padres deseamos para los hijos. Si ella falla, el que yerra soy yo, si ella enferma, el que pena soy yo, si ella llora, las lágrimas son mías. El mundo de mierda en el que peleamos por sobrevivir roba lo más valioso que tenemos, se apodera de ello y nos fuerza a transformarlo en imágenes falsas, en deseos sin cumplir. Peleamos tanto por traer pan y seguridad que nos olvidamos de que el motor de nuestra vida está allí, buscándonos, reclamando nuestra atención, luciéndose para que nos sintamos orgullosos. Maldito orgullo es el que no ve más allá, el que intenta moldear a los que son tan distintos a nosotros, llevándoles a sufrir por parecerse, por no defraudar, por no fallarnos.
No somos ni justos ni dignos. Yo no lo he sido. En mi lucha por el bienestar he olvidado lo importante, lo fundamental, he olvidado que lo único que realmente vale en la vida es ella, es mi María, es su mirada, es su sonrisa, es una caricia o un beso suyo. Los hijos quieren de verdad, perdonan cualquier cosa, te miran y remiran hasta que encuentran tus ojos. Y, en ocasiones, en muchas ocasiones, los padres, yo el primero, somos tan burros que no nos percatamos de lo que necesitan. Mi María sabe muy bien lo que digo, pues tanto es lo que le pido…
Nadie soy para dar clases sobre cómo educar a los hijos ni lo pretendo. Creo, simplemente creo, que vamos por un camino que sólo conduce a romperles el corazón, olvidando que sin ellos no somos nada. Tendríamos que aprender a pedirles perdón, deberíamos, seguro, permitir que ellos nos condujeran a la felicidad. Yo, por mi parte, estoy en ello, voy a intentar que mi María sea libre, que elija su destino y que desarrolle totalmente su personalidad. Siento que es lo mejor que hoy en día puedo ofrecerle. ¿Tú qué piensas?
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