Hoy he mantenido una conversación con un chaval de bachillerato, un buen tipo, sincero y claro. Miguelón me espetaba diciéndome que todos los de mi generación somos iguales, que vamos con la misma canción. Yo le he mirado y le he contestado lo que pensaba. Le he dicho que no valen una mierda, que no tienen sangre, que no les importa nada en la vida salvo lo que pueda divertirles, que con esa actitud carecen de futuro. Él se ha reído con ganas y me ha preguntado sobre quién es el culpable de eso, quién es el responsable de que su generación haya decidido dejarse dominar sin luchar. Hinchado de razones me inquiría sobre qué podían conseguir si se rebelaban, si optaban por decir basta. Me ha mirado y me ha preguntado qué lograría yo si me levantara contra los que adulteran la democracia, qué es lo que busco. Y me ha retado a que, si tanto criticamos y tanto nos enojamos, iniciemos nosotros el cambio que la sociedad necesita.
¿Qué le podía contestar? Le he reconocido que uno no se lanza a una revolución por cobardía, por el miedo a que lo que arrastra, a que los hijos sufran. Es entonces cuando le he dado la solución. Tienen que ser ellos, los hijos, los que nos arranquen del conformismo, los que reclamen el derecho a la igualdad de oportunidades, los que exijan el reparto justo de la riqueza, los que se opongan al manipulador, al corrupto y al embustero expulsándoles del control, los que acosen y derriben al especulador. En ese instante, cuando los acobardados veamos que ellos no temen sufrir, nosotros reaccionaremos y caminaremos a su lado.
Hasta ese momento seguiremos escondidos detrás de ellos, usándoles como escudo y excusa con la que justificar nuestra indignidad. Necesitamos que enciendan la mecha y quizás estallaremos. O quizás sólo seamos pólvora mojada, quizás ya nos hayamos rendido.
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