La vida me ha hecho desconfiado. Uno, que era de aquellos que confiaba en las personas, en las voluntades y deseos de los demás, me he visto obligado por las circunstancias y por los que las provocan a no fiarme ni de los propios pensamientos. Siempre había depositado mi fe en la gente y en sus actos e intenciones: en el mundo sólo había buenos y malos, el truco radicaba en saber distinguir unos de otros. Con este principio crecí y me eduqué, y éste es el concepto que intento inculcar a mis hijos, para formarlos dentro de la honradez y la dignidad, para que luzcan orgullosos su carácter y personalidad, para que peleen erguidos por la razón y la justicia.
Estos tiempos en los que la Europa conocida y la España deseada se difuminan con celeridad, en los que las estructuras sociales deben retroceder empujadas por la necesidad de sobrevivir y en los que el sistema económico y político ha enseñado todas y cada una de sus debilidades y mentiras, me han forzado a desdeñar por absurda mi ética, y a agarrarme con fuerza al poste del recelo, el escepticismo y la incredulidad.
Me he cansado de buscar la decencia y la honestidad en los que dirigen el devenir de mi vida y sólo he encontrado vileza y avaricia. Ahora, tengo ya asumido que en el mundo hay tres grupos de seres humanos: los buenos, los malos, y los políticos. Este último clan, elitista y restrictivo, está integrado por aquellos que han optado por la prostitución ideológica para obtener el máximo beneficio personal, alineados junto al lastre de los asesores y a la maldad de los especuladores. Diferenciarlos del resto se hace misión sencilla: para expulsarlos de la sociedad, ésta debe actuar unida y sin miedo, con decisión. Sin embargo, hoy en día estamos demasiado asustados como para reaccionar como ellos se merecen.
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