La salida, la huida de esta coyuntura requiere cambios muy profundos en el modelo social y económico. La regeneración en la vida política es indispensable e imperativa: las instituciones democráticas precisan con urgencia de una reestructuración global que las fortalezca ante futuros ataques. Los rectores políticos y sociales actuales deben ser apartados democráticamente si el abandono no es voluntario, dando paso a nuevos gestores limpios de vicios y hábitos, a profesionales preparados y valientes con mayores aptitudes para el servicio a la sociedad. El modelo económico debe ser modificado y adaptado a la nueva situación, dotándole de capacidad de reacción. Se debe proteger más la economía familiar, no favorecer siempre a los grandes capitales y a la banca: la vida de un Estado depende de la capacidad de la unidad familiar, de la fe de los ciudadanos en el sistema. Hay que promover el pequeño consumo dotando de estabilidad y equilibrio al mercado laboral. De no ser así, la ruptura de la sociedad será irreparable: por un lado ricos muy ricos, y por el otro una inmensa mayoría de pobres muy pobres. Un caldo en el que cocer una revolución de consecuencias imprevisibles.
Todo esto sería posible si se produce lo que para mí es lo más importante: la conciencia de todos debe establecer un nuevo y fresco cambio de valores. Tenemos que eliminar el afán consumista, dejar de ser depredadores de lo absurdo e innecesario, y buscar lo que nos ayude a funcionar unidos manteniendo siempre la libertad y la independencia. Las generaciones deben aprender el precio de las cosas y conocer los sacrificios que conlleva la consecución de lo material. Ahora, a día de hoy, lo importante es la posesión, a cualquier precio. El sentimiento agoniza moribundo y triste mientras la razón le guarda sitio en su nicho.
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