El 11,8% o el 75%. Da lo mismo. La huelga del 8 de junio no ha sido más que un pataleo, un ejercicio democrático del derecho al cabreo. Y esa es la única lectura posible que se puede hacer. Los funcionarios trabajaron su jornada como un día normal para no seguir viendo esquilmadas sus retribuciones: el Gobierno pesca un pellizquito por cada parón que se haga, así que cuantos más, mejor para las arcas del estado. Por eso, porque el funcionario tiene que seguir acoquinando su hipoteca este mes, se optó mayoritariamente por mantenerse en el laboro. Con los nervios excitados, pero sin salir del tajo.
Habría que analizar también la convocatoria en sí. Muchos de los empleados públicos se sienten total y absolutamente traicionados por los representantes de los trabajadores. El 8 de junio, en la cabecera de la manifestación, ver a Cándido Méndez y a Fernández Toxo capitaneando la protesta, y escucharles después golpeándose el pecho y apostatando del gobierno, provocó a muchos indignación y rubor, vergüenza ajena que llaman. Llevan muchos meses colaborando con su pasividad y silencio con un gobierno inepto e incapaz, convirtiéndose de este modo en cómplices de la situación: no podían atacar a un gobierno socialista. Por ello permitieron que se alcanzase el grado de indefensión que martiriza al trabajador. Para mí son, en consecuencia, indignos conspiradores, alevosos felones que con su silencio y comodidad han perpetrado el delito junto a sus amigos.
No me siento representado por ellos: son parte importante de la lacra que asola el país. Que conmigo no cuenten para justificarse. No tienen dignidad, ni la conocen: se ríen del trabajador igual que el resto de la casta política. Cuando bajen de verdad a la arena, me encontrarán junto a ellos. A día de hoy, son miembros del enemigo.
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