Muchas son las voces que se alzan victoriosas ante lo que consideran la solución para recortar gastos: nada tan fácil como sacar la varita mágica y suprimir las diputaciones provinciales. Si ya están las autonomías, ¿para qué queremos estos organismos que sólo generan expolios en las arcas públicas? Total, no sirven para nada, ¿verdad? Mejor entregamos el control absoluto a los organismos autonómicos y así nos ahorramos una buena cantidad de millones que a buen seguro manejarían con más racionalidad otros gestores, y de paso nos cepillamos a una banda de funcionarios ociosos y vagos que no dan un palo al agua. La desaparición de estas instituciones supondría un acicate impresionante para nuestra recuperación económica.
Nada más lejos de la realidad. Aquellos que desean la destrucción de estos organismos provinciales desconocen el trabajo y la labor que se desarrolla dentro y gracias a ellas. Cuando se está hablando de fusionar pequeños municipios para dotarles de mayor consistencia y operatividad, para defenderles ante períodos de crisis, para que consigan sobrevivir con dignidad, para que sus gastos se reduzcan, estamos hablando de unas figuras unificadoras que ya existen, y que no son otras que las diputaciones. En ellas estas pequeñas poblaciones encuentran el foro donde expresar sus necesidades y deseos, en ellas las comarcas tienen el instrumento imprescindible para revitalizar extensas zonas que mantienen intereses comunes, en ellas las voces de municipios olvidados se escuchan y se atienden. Gracias a las diputaciones se levantan centros deportivos y sociales, se crean, acondicionan y mejoran vías de comunicación, se solucionan problemas imperativos de abastecimiento de agua potable o de canalización de residuales, se fomenta el deporte local y provincial, defendiendo y promocionando los autóctonos que, sin este apoyo, habrían desaparecido olvidados en la memoria de los mayores, se fomenta la cultura, protegiendo a sangre y fuego la propia, se realiza una impresionante labor en el cuidado de ancianos y niños, etc. Todo esto y mucho más se tramita, se resuelve y se ejecuta a través de las diputaciones con la mayor inmediatez que permite el sistema: cualquier sugerencia, queja o protesta es atendida por profesionales cualificados sin el maldito vuelva usted mañana. Si alguien conoce alguna otra administración que ofrezca algo parecido a lo que entregan las diputaciones, que lo diga y yo callaré.
Otra cosa es pensar que estas funciones tendrían que desarrollarlas las distintas autonomías y sus respectivas dependencias. Ojalá fuera así. Pero, como se dice vulgarmente, va a ser que no. En las uniprovinciales quizás adquiriera sentido que éstas asumieran el control. Pero en las demás, dado nuestro mal parido sistema, otorgar el poder absoluto a las distintas capitales autonómicas, centralizando decisiones y actuaciones, supondría la desolación y muerte de pueblos y zonas enteras que sólo se sentirían atendidas en vísperas de elecciones. Dos primeras piedras, y hasta dentro de cuatro años. Está feo eso de comparar, pero si se duda de lo que digo basta con hacer un poco de turismo de interior y echar un vistazo, por poner un ejemplo, a las distintas carreteras que jalonan el territorio nacional: aquellas vías cuya titularidad pertenece a las diputaciones presentan un aspecto y un cuidado extremo frente a algunas de titularidad autonómica, que más bien parecen pistas del Dakar. Dios nos libre de caer en manos de gente que no nos aprecia.
Para no extenderme más. A las diputaciones no sólo no habría que eliminarlas, sino que se deberían potenciar, otorgándoles las competencias mal asumidas y peor aplicadas por las autonomías. Son instituciones más cercanas, más eficientes y útiles. Puestos a recortar, en vez de mirarse los pies sería conveniente cortarse un poco el pelo. Entre Política Territorial, Igualdad, Cultura, Ciencia e Innovación y Vivienda suman 5.000 millones de gastos para un total de tres Proyectos de Ley en la última legislatura. Digo yo, por decir algo, que para este viaje no hacen falta un centenar de vehículos y la amplísima colección de altos cargos y asesores que mileuristas, lo que se dice mileuristas, no es que sean precisamente. Aquí sí que hay un auténtico agujero negro, que todo lo absorbe y nada devuelve.
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