Todo está más tranquilo. O al menos lo parece. La sensación que se palpa en el ambiente indica resignación y aburrimiento. La huelga de funcionarios ha mostrado el escaso poder de convocatoria de unos sindicatos destruidos por sus dirigentes, a la vez que ha dibujado una nueva separación en la clase trabajadora, al satanizar a los empleados públicos. La clase política, maldita y culpable, sigue a lo suyo, a buscar su protección y propio beneficio, justificando posturas y escenificando posiciones. Ya no tienen el control del país: Europa manda y España obedece o desaparece. Los bancos y entidades financieras se cubren los riñones agotando todas las vías que le ofrece en bandeja el sistema. Los especuladores siguen campando a sus anchas por los mercados: manejan la información a conveniencia y provocan continuos movimientos.
Y abajo, los de siempre. Los que debemos soportar y apuntalar las estructuras, los que generamos todo el río económico en nuestro afán por sobrevivir. Con la boca abierta tragamos con lo que nos den, pues no hay otro remedio. Quieres rebelarte, pero te das la vuelta y ves lo que arrastras, y te acobardas. Priorizamos el comer al sentir, el tener un techo al pensar, la supervivencia al enfrentamiento radical contra el abuso.
El sistema nos ha absorbido, adueñándose de toda nuestra vida. Las necesidades han sustituido a las ideas, desterrándolas al olvido. La supervivencia es el objetivo y la razón de nuestra existencia. El miedo ha vencido y nos ha convertido en mansos títeres fiscalizados hasta las entrañas. Estamos tristes, abatidos y avergonzados pues sabemos de nuestra cobardía. Ya no hay espíritu de lucha. El enemigo, el político inepto y taimado, es el vencedor.
Pero yo no me resigno. Creo que aún podemos levantar cabeza, oponernos a la explotación. Lo que no sé es cómo.
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