Los sindicatos tienen la obligación de defender y promocionar los intereses económicos, sociales y profesionales de los trabajadores a los que representan. Deben negociar la justicia y la dignidad de los salarios y condiciones de trabajo, así como tener asumido el compromiso de dar la cara por el trabajador, pues constituyen su escudo ante posibles ilegalidades y abusos. Estas premisas son las que convierten en imprescindible la existencia de las organizaciones sindicales y, en consecuencia, sus representantes, los sindicalistas.
Hoy en día, este colectivo no está bien visto. La pasividad manifiesta, el adormecimiento al que han sometido a la lucha sindical durante los últimos años, su no beligerancia ante el socio ideológico y su aspecto acomodaticio y burgués, convierten a los representantes sindicales en objeto de no pocos reproches y acusaciones. Parece justo pensar que estos ataques están más que merecidos, sobre todo hacia Cándido Méndez. El líder de la UGT no ha sabido o no ha querido actuar como era su obligación cuando de verdad se terciaba la batalla. No ha previsto las consecuencias de la errática y nociva política económica desarrollada por Zapatero. Se ha plegado, él sabrá bien por qué, a los deseos absurdos del gobierno. En resumen, no ha cumplido con su deber, traicionando todos los principios básicos que debe mantener como guía un auténtico líder sindical.
Ahora quiere despertar. Más vale tarde que nunca dirán, pero estos golpes en el pecho los tendría que haber propinado con anterioridad, en vez de las palmaditas en la espalda. No tengo nada contra él. Simplemente, no puedo confiar en alguien que ya me ha engañado varias veces. Sé que ahora no es momento de cortar cabezas en el bando del trabajador. Hay que cerrar filas y luchar juntos, aunque los capitanes no sean de fiar. Luego, cuando esto pase, si pasa, les pediremos cuentas. La ausencia de lucha es una de las mayores responsables de la posible derrota.
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