Cincuenta años atrás, el funcionario era lo más parecido a un indigente: con cuatro perras peleaba contra su miseria, se pluriempleaba para alimentar a los suyos. Pringados dependientes del Estado que apenas tenían para sobrevivir. Los tiempos evolucionaron, y el empleado público alcanzó, a través de la estabilidad laboral, cierto equilibrio económico que, con más pena que gloria, le abría las puertas al progreso. Seguía siendo un pringado, pero menos.
Llegó la bonanza: la especulación y el ladrillo creó una nueva raza de potentados. Los jóvenes desterraban de su vida los libros ya que llevando carretillas en la obra levantaban más que un ingeniero en la función pública. No hacía falta estudiar, ¿para qué?, ¿para acabar como el pringado, machacando las neuronas preparando una oposición durante años? ¿Y luego qué?, ¿una mierda de sueldo? ¿perder poder adquisitivo, mande quien mande? ¿hacer virguerías para acabar el mes? Mejor recoger dinero fresco para tunearse el coche y pulirlo en fiestas. A su lado, los espabilados que con un cubata en la mano y media docena en el cuerpo montaban constructoras hasta debajo de las piedras, mientras se partían el pecho de risa con los pringados.
Ahora pintan bastos. No hay dónde rascar, pero no pasa nada. Ya está el pringado para pagar los desperfectos: aquél que no se benefició de las vacas gordas, que no pudo agarrarse a la teta, que asistió como espectador al esplendor, es el que tiene que correr con los gastos. Los del ladrillo y los especuladores, no. Los que se untaron el cuerpo de billetes en negro, no. Los políticos que recibieron su parte del pastel, no. Que lo paguen los idiotas; es decir, jueces, policías, maestros, administrativos, peones camineros, técnicos, ingenieros, médicos, enfermeros, fontaneros, jardineros, celadores, ordenanzas, etc. Aquellos que se dedicaron a estudiar mientras otros vivían como Dios. Los “privilegiados”. Unos pringados, vamos.
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