Intentas no tomarte las cosas tan a pecho, porque al final el que pierde eres tú mismo: te tiras enfadado todo el fin de semana, maldiciendo sobre políticos y demás miserables. La última falta de vergüenza es no querer bajarse los sueldos igual que los funcionarios. Mis hijos me miran y me preguntan que qué me pasa, si han hecho algo malo, que por qué estoy tan serio, si estoy enojado con ellos. Yo les contesto que no, por Dios, que con ellos no va el tema, que ellos no tienen nada que ver con la mala leche que llevo encima. Entonces ellos se alivian y sonríen aún más si cabe, sabedores de que no son los culpables. Y disfrutan de su vida, y juegan y se divierten.
Ellos no son los culpables, no. Pero van a sufrir las consecuencias en sus carnes, van a pagar por la soberbia e incapacidad de unos, y por la codicia de otros. Sin comerlo ni beberlo, el marrón se les viene encima. Y eso duele, duele mucho. Y en vez de relajarme, me provoca más enojo, más ira. Que me hagan daño a mí, pase, pues ya me encargaré yo de defenderme. Pero que lastimen el presente y el futuro de mis hijos no estoy dispuesto a tolerarlo. Y lucharé con todas las armas que el sistema ponga a mi disposición para evitarlo. La clase política, inepta y manipuladora, se ha convertido en el enemigo de la democracia, de la libertad y de la justicia, en el principal obstáculo para el progreso y el bienestar. Ese es ahora nuestro problema y habría que hacer algo al respecto. Sobran del primero al último.
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