El plan de rescate griego será efectivo si los empleados públicos y jubilados sacrifican su vida e ingresos en pos del beneficio común, mientras el resto de la población asume, junto a estos, una brutal subida de impuestos. En definitiva, pobreza para casi todos. Así, la mala gestión y el comportamiento torpe e irresponsable de los políticos helenos, será corregido con la miseria y el hundimiento de los ciudadanos. Como siempre, la ineptitud y la mala fe de los dirigentes encuentran su remedio en el suicidio económico de los más débiles. Porque a los poderosos, todo esto les viene bien; el que tiene, seguirá teniendo lo suyo, y comprará a precio de saldo lo que los demás se vean en la obligación de vender para sobrevivir.
Haríamos bien en observar detenidamente la evolución de los acontecimientos. No creo que los griegos vayan a aceptar pacíficamente el pago que se les exige. La ruptura social va a ser de tal magnitud que el concepto de revolución popular puede adueñarse de las calles. No olvidemos que éstas surgieron, en tiempos pasados, como respuesta a situaciones similares en el germen a la actual; incapacidad en los poderes públicos, distanciamiento entre las clases sociales, desempleo y hambruna son los elementos necesarios para provocar sangrientas y salvajes revueltas.
El error sería considerar a España inmune al desastre. Cuando un barco empieza a hundirse, son las ratas con sus movimientos las que avisan. La banca, principal responsable del caos, se cubre los riñones sin cortarse un pelo (lo de la jubilación de Botín es grande, muy grande); los políticos protegen su estatus, sabedores de lo que les espera como bajen a la arena y se enfrenten con la ciudadanía; y los sindicatos están en un estado de hibernación propio de un enfermo terminal. Miremos a los griegos y echémonos a temblar.
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