Baltasar Garzón, al igual que el resto de los españoles, está sometido al imperio de la ley y debe cumplir con ella como el que más. Si se sabe inocente, no tiene el qué y el por qué temer; lo que obtendría de todo esto serían beneficios a nivel personal y profesional, dejando muy mal parados a aquellos que dudan de su honestidad.
El problema estriba en la discutible capacitación moral y ética de quien acusa. La democracia acoge en su regazo a todos, sin distinción; cualquiera tiene el derecho a un juicio justo, al igual que cualquiera puede interponer una denuncia. Corresponde a profesionales admitirla a trámite. Y, supuestamente, lo hacen cuando atisban indicios de delito o irregularidades.
Dado a su trabajo y trayectoria exhibida, al incuantificable valor de su lucha contra ETA y la corrupción política, creo que Garzón debe afrontar muy tranquilo el juicio y exponer su inocencia. Pero, si por desgracia, se demostrase alguna de las acusaciones que han motivado la causa, tendría que asumir con total disposición la sentencia, pues habría sobrepasado la línea de la ley. Algo que él, por su condición, debe conservar y preservar.
Pienso que no hay que flagelarse ni descarnarse las rodillas caminado en penitencia hasta los juzgados; considero que esto es bueno para el sistema, lo fortalece. Mucha gente, además de los de siempre, está con el juez, aprecia su trabajo, le valora y le apoya incondicionalmente. Otros, quizás menos, desearían ver su cabeza en una sala de trofeos. Pero, lo más importante de todo, es que en el medio se sitúa, poderosa y segura, la aliada más fiel de la democracia, la mejor amiga que puede encontrar cualquiera que se encuentre en la misma tesitura que Baltasar Garzón; la justicia, aquella dama ciega en la que tenemos el derecho y el deber de confiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario