Todas las opiniones son válidas, y todas las opiniones respetables. La libertad consiste en eso; sentir y expresar sin coacciones ni limitaciones lo que uno desea. Esa libertad alcanza a todos por igual, sólo por el mero hecho de haber nacido. Ahora bien, dentro de una sociedad civilizada, todos los principios tienen un límite que el sentido común debe imponer.
El profesor Neira ha decidido valorar nuestra Carta Magna, nuestro período de transición y nuestro propio conocimiento. Y en algunas de sus estimaciones se ha pasado, en mi modesto entender, tres pueblos y medio. Definir la elaboración de la Constitución casi como un acto delictivo cometido con nocturnidad y alevosía, nos deja a todos los que la aceptamos y respetamos como una banda de incultos borregos. Negar la existencia de una transición más o menos ordenada es como aseverar que después de la noche no viene el día, sino un intervalo de tiempo gris sin luz ni oscuridad, un agujero negro inútil en la historia. Y asegurar que los españoles somos unos analfabetos incapaces de distinguir la mano izquierda del pie derecho, no es más que un desvarío de alguien que, quien sabe si con premeditación, ha perdido los papeles. Desconozco si su objetivo es encabezar algún tipo de movimiento ultraconservador. Da un poco de miedo. Pero sólo un poco.
El señor Neira, sabio entre los sabios, ha aprovechado su desgracia para adquirir protagonismo. Y ha optado por la polémica y el insulto como caminos idóneos para vender libros. Libre es de hacerlo. Pero pierde toda la consideración que se pudiese tener hacia él en el momento en el que utiliza la falta de respeto como argumento. Por muy inteligente que se crea que es, no tiene el más mínimo derecho a ofender, agraviar, denostar ni vejar a nadie. Yo no se lo tolero, y soy libre para decírselo.
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