Qué duda cabe sobre la opinión general que casi todos los españoles tenemos respecto de los sindicatos y en especial de sus representantes. El desprecio, ganado a pulso por la actuación desarrollada durante los últimos años, es el sentimiento más común. Viviendo a la sombra del poder político, aquéllos que cobran por defender al resto de los trabajadores han traicionado sistemáticamente principios y objetivos, pervirtiendo los motivos y la incuestionable necesidad de la existencia de las agrupaciones sindicales. Acomodo, pasividad, cuando no beneficio propio, han regido el comportamiento bastardo de muchos, que no todos, consiguiendo con este proceder que el ciudadano rechace de pleno cualquier cosa que provenga de los mal llamados defensores de los derechos de los trabajadores.
Un sindicato, como tal, no debe hacer política, debe interpretar las medidas y leyes que emanan del poder legislativo, valorando la oportunidad, la legalidad, la influencia en el trabajo, la justicia, los caracteres positivos y negativos de las normas, los abusos y la idoneidad de los reglamentos. Debe positivar los acuerdos y hacerlos lo más beneficiosos posibles, a corto, medio y largo plazo. Y para ello tiene que dialogar, negociar hasta el final, sin verse sometido a ideologías, intereses particulares o sobornos encubiertos. En los trabajadores reside su fuerza, y obrar a espaldas de ellos no es más que una perversa felonía. En el momento en el que un sindicato actúa en conveniencia con el poder político, del que obtiene beneficio, posición y riqueza, deja ya de tener en su ideario aquello por lo que nació, aquello por lo que debería pelear. Hoy en día, para desgracia de la sociedad española, los derroteros por los que se mueve la lucha sindical distan mucho de los fines que le son legítimos.
Creo que los sindicatos son básicos, su existencia imprescindible. Pero no los actuales, no éstos, o al menos no cómo funcionan, ni cómo se estructuran ni cómo dicen ejercer la representación de todos y cada uno de los trabajadores. No, así no. La regeneración democrática debe empezar en la base si deseamos que algún día alcance a los rectores políticos. Desde abajo lograremos, quizás, cambiar el sistema, humanizarlo, hacerlo, en definitiva, más justo. Demagogia de salón, o a lo mejor no.
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