Parece que toca recordar lo que estaba haciendo uno el 23 de febrero de 1.981. Todo el mundo detalla a la perfección cómo le cogió el golpe de estado. Se ve que las memorias crean archivos imborrables cuando vienen sustos de éstos. Yo, quizás porque tenía trece años y mis hormonas estaban más en otras cosas, tengo un recuerdo borroso sobre a qué dedicaba aquella tarde. Recién terminada la jornada escolar, posiblemente no estuviera haciendo nada de nada, ni tan siquiera me había enterado hasta que llamó a mi casa la madre de un compañero de clase que solía pasar algunas tardes conmigo vagueando. Al preguntarme por mi colega, yo le dije que ni idea, que vaya usted a saber. Ella se encontraba muy nerviosa, muy alterada “¿No te has enterado de lo que está pasando?” La verdad, pues no, le contesté. “Hay un golpe de estado, la guardia civil ha entrado a tiros en el Congreso, y el golfo de mi hijo está ilocalizable. Ayúdame a buscarlo, por favor” Cómo no, no te preocupes, le dije. Ya me lo imaginaba preso “Hay un toque de queda, dicen que los soldados patrullan las calles” Joder, qué emoción. Con la adrenalina disparada, intenté tranquilizarle, comprometiéndome a llamar a todos hasta que diera con su hijo. “Bueno, tranquila, que ya verás como aparece enseguida…”
Colgué el teléfono y entonces vi la luz. Ya sé dónde paraban él y otro más, y me siento culpable por no haberles delatado, pero comprenderán, no podía decirlo. Era martes, y los martes en un determinado cine especializado en películas para adultos, nos dejaban entrar a pesar de tener muchos más granos que años. Cuestión de hormonas, como ya he dicho antes. Aquel día creo que proyectaban “El fontanero, su mujer y otras cosas de meter”, o alguna otra obra maestra por el estilo. El caso es que los dos se fueron al cine, se tragaron la sesión entera, y cuando salieron se tropezaron con una ciudad desierta, acojonada, por la que, tenía razón la madre de mi amigo, los soldados patrullaban. Ni qué decir tiene que les faltaron piernas para llegar a sus respectivas casas, donde la somanta de palos que les propinaron aún les debe de doler.
Mientras, yo, pasé la velada pendiente de la radio y vigilando mis hormonas (otra vez). Que los trece años eran muy peligrosos. Nada de especial, nada para reseñar. Sólo que mi vecino de arriba bajó a despedirse; salió pitando hacia el aeropuerto, con el pánico dibujado en la cara. Sabía que si la situación se calentaba, el iba a ser de los primeros en escaldarse, y optó por poner tierra de por medio. Había miedo.
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