Como el conejo de las pilas. No tiene fin; dura, dura y dura, fábula tras fábula, es un espléndido aeda, un fantástico juglar. Nuestro Virgilio, Zapatero, elogia la actual protección social en España, y lo ejemplifica con la biografía ficticia de un ciudadano desde el momento en que nace, y sus padres pueden cuidarle gracias a los permisos laborales, hasta que se jubila y cobra la pensión. La imaginación al poder.
Porque vamos a ver. Nacer, se nace y con el alumbramiento se adquieren una serie de papeletas para el juego éste de sobrevivir por etapas en España, el país de nunca jamás (nunca jamás será lo que era antes de que las zarpas del poeta lo dejaran en cueros). El primer sorteo reparte en premios la fortuna de que al menos uno de los progenitores esté currando o reciba algún ingreso. Caso contrario, el recién nacido entra ya con mal pie, debuta en este mundo con penurias, sino hambre (aspectos ambos que también pueden producirse incluso contando con que padre o madre trabaje y no le alcance ni para el 10 del mes). Supongamos que la suerte le acompaña y ¡sí, es hijo de asalariados! (suenen timbales y trompetas, que el reino de los cielos se abre para felicitar la bonanza).
Acto seguido, empieza su andadura en el mundo educativo. Ahora es cuando se sortea el acceso a una buena formación, supeditado al sistema vigente y siempre relacionado con que los que le mantienen puedan permitírselo, que lo de la educación gratuita, y un carajo. Aquí hay pocas posibilidades de éxito: o vales porque naces con ello, o la ESO se encargará de hundirte en la desesperación y el desconocimiento (es el momento de dar tres hurras por los que parieron el actual sistema educativo, auténticos enemigos de la lógica y la razón, infames cenutrios que ya han destruido varias generaciones).
Pero, sigamos suponiendo que la suerte camina con él. El protagonista del cuento llega a la Universidad, estudia lo que puede pagarse y, milagro milagrito, termina sacándose un título. Es el turno ahora de la rifa más difícil, aquélla en la que conseguir un trabajo digno es la recompensa suprema. Tal y como está el patio, o hay padrinos poderosos, o a hacerse colegas en las colas del INEM. Pero ya que estamos en un mundo ficticio, imaginemos que logra un trabajo que encima se parece en algo a lo que ha estudiado. Nos hallamos ante un ser feliz y dichoso, al que la estructura social va a devorar ( hay que hipotecarse, buscar la independencia, hipotecarse, vivir bajo un techo, hipotecarse, quizás un coche, hipotecarse, formar familia,…). Pero no pasa nada, a cotizar, aunque sea a saltos, seis meses aquí, un año en el paro, un contrato de quince días, un año en el paro, tres años en otro sitio (hasta que quiebra), un año en el paro, una sustitución de verano, un año en el paro, etc. Una vida dichosa, llena de felicidad.
Entra en escena otra lotería, la de la salud. El instinto le mantiene en la brega y si consigue esquivar las trampas de la vida (las propias y las que te obligan a sufrir la inseguridad social y los hospitales públicos), llega a la jubilación, con 67, 68, 69 o lo que toque. Le computan lo cotizado y descubre que con lo que le queda, si paga la luz no come. Y siempre con la duda de que exista algo en la caja para él, no sea que cuando sea su turno no quede ni un maravedí (recuperaremos las monedas antiguas, tiempo al tiempo).
Esta historia se aproxima más a la realidad que el relato mágico del Capitán Araña. Eso de que un ciudadano nace, es cuidado mientras crece, se jubila y cobra la pensión (habrá que trabajar antes) no es que sea falso, es que es una estupidez más. El actual español nace, crece, se reproduce y con el Cucal Zapatero muere y desaparece. Así de fácil.
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