Dicen que el español más caro es Fernando Torres, antes de rojo y ahora de azul. 58 millones de euros es el precio que se ha pagado por contratar sus servicios. Pero la afirmación es errónea. Hay otro por el que ha habido que apoquinar más, pero que mucho más, desde hace mucho tiempo y hasta el día en curso, en el que continúa impertérrito saqueándonos los bolsillos sin descanso y sin pudor. Vale que comparar es odioso, aunque también inevitable en según qué casos. Pensemos fríamente; si el “niño” es un delantero resolutivo al que se valora por su eficiencia, el verdadero hombre record en esto del desembolso desmadrado, eficiente, lo que se dice eficiente, pues va a ser que no; meter goles, mete el sujeto, pero en propia puerta. Se cuela uno tras otro, con tal potencia que encima agujerea las redes dejándolas inservibles. Y lo más cruel de todo es que los celebra abrazándose con los suyos, que como no saben a qué juegan, lo mismo les da donde entren los balones.
Torres es una apuesta que, a medio plazo, puede ser muy rentable. El grande, el talentoso, el divino, el genio, el sabio, el maravilloso, el increíble e inigualable estadista que nos cuesta la vida, es una ruina con piernas. Torres, al lado del puñal que nos gobierna, en lo relativo al monto, es como un céntimo en la cueva de los cuarenta ladrones, pequeña, insignificante miseria entre tamaña riqueza. A nuestro agujero negro es imposible hacerle sombra, una plaga, la Apocalipsis a crédito, pasarán generaciones hasta que, con mucho sacrificio, recuperemos lo invertido en su fichaje.
Así que, con toda seguridad, el español más caro de la historia (a los datos me remito) no es otro más que el azote de los pobres, el exterminador, el tío Viruelas, el magnífico y, sobre todo, indefinible José Luis Rodríguez Zapatero. Que Dios lo guarde en su gloria, y que esa gloria se encuentre muy lejos de aquí. Pero que muy lejos.
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