jueves, 17 de marzo de 2011

Y después del atraco, ¿qué?

El tres, el cinco o el siete. Hacienda ya saca números para ver qué recorte se le mete a los sueldos de los empleados públicos. No hay dinero y desde Europa aprietan al inepto gobierno español. O respondes o te intervenimos le han dicho a nuestro Leviatán. Pero ahí no se detiene la cosa. Laborales y contratados de las administraciones públicas se podrían ver en la calle, como medida directa para afrontar la deuda. Ahí es nada. El reto marcado por los incapaces de alcanzar los seis millones de parados se cumpliría sobradamente.

Todo un ajuste que, por supuesto, sería posterior a las elecciones del 22 de mayo. Salvo, claro está, que los socios europeos nos pegasen la patada definitiva y optaran por gobernarnos ya abiertamente, que acelerasen la aplicación del mazazo. Entonces habría que ver cómo algunos escapaban del lío que se podría montar. Lío que tendría que ser espontáneo, una amarga explosión popular de rabia que acabase con los responsables de la situación. Porque, para qué engañarnos, si hay que esperar un movimiento real y efectivo por parte de los sindicatos amigos, se nos secan las meninges antes. La previsión no es una característica a destacar en aquéllos que no levantan el culo del sillón, cómodo y mullido destino para su inacción.

De producirse este nuevo atraco, algo que parece inevitable, no sé qué reacción tendríamos los españoles. Llevamos tanto tiempo tolerando el superlativo grado de corrupción mental, no ya económica, que exhiben la casta gobernante y la cohorte de acólitos vividores que le acompaña, que es muy probable que siguiéramos pasivos, recibiendo golpe tras golpe, tragándonos todas las fechorías cometidas y por cometer. O podría ocurrir que nos hartásemos. Que en un pueblo pequeño una también pequeña revuelta popular se levantase franca, natural, abierta, y que la voluntad soberana se adueñase del control. Que este gesto de reconquista de la libertad se contagiase al pueblo de al lado. Y al otro y al otro, hasta que alcanzase la urbe. Y que en la ciudad, la revuelta se tornase en revolución pacífica en la que interviniesen todos menos los que nos han arrastrado al fondo de la caverna. Y que, pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad, fluyese fresco el deseo de sobrevivir y se asumiera el dominio, que se expulsase el cáncer político que nos está matando. Y que esta maravillosa expresión de inteligencia y razón se apoderase suave y sencilla de la nación. Y que recuperásemos orgullo y esperanza. Y que…

Utópico, demagógico y revolucionario el discurso, ¿verdad? Reconozco que he degenerado un poco. Me he puesto a soñar, he empezado la tribuna con el recorte cobarde y traidor que se viene encima y he terminado por imaginarme una España dueña de su destino y de su futuro. Y eso es ya muy difícil, por no decir imposible. Hemos consentido demasiado.

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