Sigo pensando que no nos toman en serio. Deben creer que nos tenemos que apañar sí o sí con lo poco o nada que nos ofrecen, que ellos son los únicos capacitados para gobernarnos, los que poseen en exclusividad el conocimiento y la formación básica e imprescindible para ejercer el control adecuado sobre el pueblo. A buen seguro se consideran una raza especial de filósofos modernos, de estadistas para, tal y como esgrimía Platón, regir nuestro destino. Los miembros de la casta política han construido un círculo privado, hermético e impenetrable, en cuyo interior se sienten semidioses intocables, herederos universales de la razón y el entendimiento. Al resto de los mortales nos tratan como patanes incultos, incapaces de dar un paso solos.
¿Por qué digo esto? Fácil. El portavoz del PP en las cortes valencianas, Rafael Blasco, no se envenena al afirmar convencido que Camps tiene que ser candidato aunque sea condenado. Es lo último que faltaba por oír, un insulto claro y directo a los habitantes de la Comunidad Valenciana. Como alicantino me siento menospreciado, infravalorado, denigrado, deshonrado, vilipendiado, agraviado, ofendido y ultrajado por estas palabras gratuitas y lacerantes del señor Blasco. Tengo el derecho, que no la opción, de que aquél que me represente sea íntegro por todos los costados, inmaculado en su comportamiento y nítidas sus acciones. Insisto, es un derecho, no un capricho de borrego. Y el PP tiene la obligación, como fuerza política importante y de gran calado, de ofrecerme alguien que reúna estas características. Todo lo que no sea así, es una tomadura de pelo.
No sé cómo andarán de sentido común los dirigentes populares valencianos. Pero si lo que tienen para nosotros es lo que postulan, quizás debieran plantearse dónde han aparcado principios tales como dignidad, decencia, responsabilidad y coherencia. Empecinarse en el error, en lo que ya no sirve, es hundir el propio barco. Ellos sabrán.
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