Los miembros del Parlamento de Cataluña, elegidos democráticamente, han optado por prohibir los espectáculos taurinos dentro de su territorio autonómico. Todo correcto y acorde a ley. No hay nada que objetar a su decisión. Pero sí se puede valorar, salvo inquisitorio veto a la expresión libre.
Yo creía que en todos los lugares del Estado, y por ende en Cataluña, imperaba el sagrado derecho a la libertad: esto no es más que el famoso prohibido prohibir, máxima popular y populista que define muy bien a una sociedad avanzada. Pero va a ser que no. Cualquier acto, manifestación y opción pueden ser erradicados siempre que los políticos así lo decidan. Para eso están y para eso se les ha elegido: para manipular la libertad por los motivos que sean.
Deseo que esta prohibición nazca del sentimiento de defender a los animales ante agresiones y torturas. Con las mismas, deberían vetar también la caza, las granjas de pollos y el jamón serrano, entre otras cosas. Pero parece ser fruto del ansia de eliminar cualquier cosa que suene a nacional, entendiendo como tal lo relativo a España. Muchos aspectos de esta decisión apuntan a un nacionalismo extremo, totalmente legítimo, pero que con acciones de esta índole se torna en un movimiento integrista y fundamentalista. Albert Boadella lo ha descrito muy bien al decir que no le sorprende la prohibición pues responde a la línea coherente de la clase política catalana durante los últimos años. Como muchos otros, coincido con él en esto y en considerar que lo que se ha castrado es la libertad.
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