No podía ser de otra manera. Ganó la selección que más se lo mereció, la que de verdad lo intentó, la que desarrolló fútbol a pesar de las continuas agresiones e infames patadas de un equipo holandés zafio y marrullero que se dedicó a golpear con la mosqueante permisividad de un árbitro malo como la quina. Funcionando como un equipo, sin fisuras, con apoyos constantes, disciplina y buen hacer. De la mano de auténticos genios en esto del fútbol, España se ha comido un mundial que nos hemos tatuado en el corazón. Las calles invadidas de rojo y gualda y el orgullo patrio, el sentimiento de estar en el regazo de una misma bandera ocupando cada centímetro del suelo nacional. Incluso los republicanos (muchos y emboscados) se enfundaron la roja y se dejaron medio pulmón con el gol de Iniesta. El fútbol, un negocio que dejó de ser deporte hace ya tiempo, nos ha unido a todos sin distinción. Más de uno tenía el domingo la sensación de que después de esto ya podría morir tranquilo.
Poco nos va a durar esta alianza de sentimientos. El tiempo justo hasta que la casta política comience de nuevo su función y nos baje de la nube de alegría y complicidad que nos invade. Se reanudarán las descalificaciones e insultos, las acusaciones de corrupción e ineptitud, y los responsables políticos expondrán de nuevo las miserias de un país económica y socialmente deprimido. La misma basura que nos invade en los últimos años.
Mientras esto llega, disfrutemos juntos lo que nos dejen, que no será mucho. No les interesa que pensemos igual, que caminemos en la misma dirección, que compartamos el sentir. Su negocio se basa en la división, así que riamos ahora que aún podemos, que ya nos volveremos a tirar los trastos a la cabeza. Con el permiso y el beneplácito de casi todos, ¡Viva España!
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