Los legisladores deberían destruir por caduca y discriminatoria la ley electoral que rige en España. Es muy complicado entender cómo con un 43% de los sufragios, un partido puede alcanzar 169 diputados (PSOE), con un 40%, 153 (PP) mientras que otro con un 4% se planta en 2 escaños (IU) u otro con un 1,2% consigue 6 representantes (PNV). Por no hablar de formaciones que con el mismo porcentaje ven sus resultados a razón de 6 a 1 (PNV-UPyD), o de 3 a 1 (ERC-UPyD). Digno es de reseñar también que vale lo mismo un 0,24 que un 1,20 en cuanto a parlamentarios (Na Bai-UPyD), que un 0,65 duplica su valor en relación con su doble, que lo ve reducido a la mitad (CC-UPyD) o que con 2 veces y media se superen en 10 los resultados (CIU-UPyD).
Este baile de números haría suicidarse a Pitágoras. La Ley Orgánica que regula, permite y protege este dislate data de 1985. Establece las circunscripciones, les otorga un valor a cada provincia y establece un mínimo de sufragios para poder entrar en el reparto. Y luego, la Ley D´Hondt viene y lo arregla con sus divisores.
Aquellos que tendrían la obligación de corregir lo injusto de esta ley y racionalizar la composición de las cortes jamás acometerán la tarea, pues son los más beneficiados. Con la excusa de no fragmentar el parlamento, los dos partidos mayoritarios asumen una representación que en condiciones de igualdad no les corresponde, dejando el panorama de tal forma que votando a cualquiera, siempre gobernarán los mismos, apoyados en partidos nacionalistas cuyos votantes valen mucho más que los que no comparten su demarcación.
Es decir. Lo de un ciudadano, un voto, físicamente se cumple. Pero en la realidad este sistema es el hijo bastardo de la manipulación. El voto de un andaluz vale menos que el de un vasco, o si vives en Barcelona, con tu elección influyes más en el destino de tu país que si lo haces en Alicante. Los españoles no somos iguales ante la ley, pues visto esto aún hay clases: mientras unos tiramos con tirachinas, otros disparan misiles.
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