lunes, 20 de diciembre de 2010

José y María. María y José. La historia continúa.

Como dos ladrones, sin hacer ruido, se despidieron de Joaquín y de Ana y, en el viejo Panda que tenían desde muchos años antes, partieron rumbo a la capital a buscarse la vida. El viaje no fue nada fácil. Tras recorrer apenas treinta kilómetros, el vehículo dijo que hasta ahí llegaba, que sus engranajes no daban más de sí. Estaban en mitad de la noche, en una carretera vecinal lejos de cualquier ruta transitada. José, nervioso por la situación, sugirió a su mujer continuar andando en dirección a una luz que creía haber visto un par de curvas atrás. María, dolorosamente accedió a la petición de José y, más mal que bien, emprendió camino junto a él. Las contracciones eran cada vez más fuertes y frecuentes. El hijo de ambos estaba llamando a la vida.
Trescientos metros anduvieron hasta que, tras sobrepasar una señal de prohibición de adelantamiento, al final de un estrecho camino que se adentraba en la ladera de una montaña, José y María distinguieron una centelleante luz.” ¿Ves, María? Ya te decía que había gente por aquí...” María le sonrió por enésima vez esa noche, asintió con la cabeza y, agarrándose con fuerza de su brazo para no desplomarse, siguió el paso presuroso de José.
En efecto. En una cabaña de piedra que servía de establo, un pastor dormía junto a sus perros y cabras. Un pequeño fuego iluminaba el rasero en el que el cabrero dormitaba, hasta que se despertó, sobresaltado, ante la presencia del matrimonio. Los perros no habían ladrado; se acercaban y jugaban con la joven pareja.”¡Qué susto me acabáis de dar! ¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis por aquí, que no vienen ni las águilas? Pero. Muchacha,¿tú te has visto cómo estás? Si no puedes ni moverte. No irás a parir justo ahora,¿no? Dios bendito, tendrías que ir a un hospital ya mismo…” Mientras decía todo esto, el zagal acomodó unas mantas y su zurrón y, con mucha delicadeza, agarró a una débil María obligándole a recostarse sobre el improvisado camastro. “Tú quédate con tu señora, que ya voy corriendo yo al pueblo más cercano, a tres kilómetros de aquí, a pedir ayuda a los civiles. Ahí tienes agua, y en la bolsa del fondo una toalla limpia. Chica, aguanta lo que puedas; yo ya he visto nacer muchos animales, y no creo que esto sea muy distinto…¡Enseguida vuelvo!”
De nuevo solos. María esbozó una sonrisa en su rostro agotado. “José, el niño ya viene. Está aquí, ya no espera más…” Y no esperó, no. Jesús tenía ganas de nacer, tenía un apetito inmenso por vivir. Cuando llegaron el pastor y la pareja de la Guardia Civil, María ya portaba en sus brazos aquel pedazo de luz que había surgido de sus entrañas. José, de pie junto a ella, observaba la imagen paralizado ante la belleza de la misma. Su hijo había venido al mundo lejos de todo y cerca de nada, rodeado de borregos y con la única compañía de un zagal nervudo y dos guardias que, asombrados ante la situación, optaron por arrodillarse ante madre e hijo tras cubrir a ambos con sus largas capas.
Tras una semana en el Hospital Comarcal, José, María y su niño continuaron viaje hasta la urbe. Los problemas, los impedimentos parecieron desaparecer, como si el pequeño Jesús hubiera traído consigo la buena suerte. Ninguna puerta se les cerraba. Encontraron enseguida una planta baja donde establecerse con un alquiler irrisorio; la casera, Magdalena, quedó prendada de la hermosura de madre e hijo y, a cambio de cuatro duros y su cariño, les dio cobijo y abrigo. José encontró trabajo de inmediato; justo al lado de su vivienda existía una pequeña carpintería, antaño esplendorosa, pero en ese instante olvidada. Acceder al negocio fue muy fácil; Mateo y Marcos, los propietarios, lo cedieron a cambio de un porcentaje del negocio, y José no dudó en hacerse cargo de ella. Fueron días de rosas; el comercio floreció, y las manos de José se popularizaron en el barrio. Nunca un artesano de tanta categoría se había establecido por aquellos lares. María repartía su simpatía y su belleza, mientras que Jesús crecía en sabiduría y amabilidad.
Todo iba bien. Fueron quince años de bonanza, de felicidad continua. Jesús se ofrecía inteligente y tranquilo, siempre rodeado de niños, que acudían a su compañía en los juegos, y de adultos, que pasaban horas de charla con el muchacho. Pedro, el de la pescadería, cerraba incluso su puesto antes de tiempo, cuando él volvía de sus clases, sólo por sentarse y escucharle. Jesús mostraba serenidad, transmitía paz y consuelo a todo el que hablaba con él.
Pero, un mal día, ocurrió lo indeseable. Una crisis económica brutal destruyó el empleo de los vecinos y condenó a la ciudad entera a la miseria. Las fábricas de calzado y complementos tuvieron que plegarse ante la escasez de ventas y terminaron por cesar su actividad. La ciudad entera quedó en la calle, sin nada. Sólo unos pocos, los especuladores de siempre, estaban en posesión de la riqueza, y decidieron quedarse con todo. Y ese todo incluyó también el próspero comercio de José. Tuvo que cerrar, condenando de nuevo la carpintería a la ruina y el abandono. Y él, autónomo que era, quedó en el paro, sin subsidio ni ayuda con la que mantenerse.

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