Dos días de desconexión absoluta, desde el discurso del rey hasta el domingo por la tarde, sin saber nada de nada de política, políticos, y demás bebedizos tóxicos culpables de la úlcera económica que arrasa el país. Soñaba, estúpido de mí, que tras la Nochebuena y la Navidad el espíritu de la Paz y el amor, de la armonía y la solidaridad se hubiera apoderado por la fuerza de la razón del gobierno del Estado, y que el sentido común hubiera invadido, arrasador, la conciencia del sumo rector patrio. Ilusionarse, fantasear con que existe un futuro mejor que el penoso presente, imaginar una España regida por la lógica y el conocimiento, es sólo codicia, anhelo vano y fútil, una ficción igual que la del señor de rojo ése, que se bebe la leche y se come las galletas que le dejan los niños, y que trae un montón de regalos por la cara.
Me conecto con la realidad, con una acidez del siete, y se me revuelve el estómago al ver que todo sigue exacto, tal y como estaba antes del alegato anti crisis de nuestro monarca. Nada ha variado. El mismo lobo feroz, con sus hambrientos lobeznos a cuestas, arremetiendo contra la casa de los cabritillos, enseñándoles la patita blanca por debajo de la puerta, después de limarse las uñas, y diciéndoles aquello de que soy vuestra mamá, que me he dejado las llaves dentro, que no me voy, que era broma, que me lo pienso y me quedo, que como en casa en ningún lado, que me abráis de una vez, que fuera hace un frío del carajo y si no me dejáis entrar quién os va a hacer de comer y a lavaros la ropita, quién os va a llevar de la mano al colegio y quién os va a enseñar a ser cabritos de provecho el día de mañana. Y si ya tenía a dos convencidos cuando aún sus garras eran negras y sus zarpas afiladas, ahora que va de mártir un tercero se une a su fiesta y le facilita el acceso franco a la casa.
Está todo perdido, porque este depredador y sus secuaces se van a comer a todos menos a uno que se ha olido el percal desde el principio y abandonó el hogar hace tiempo, esperando que alguno más le acompañase, y a otra que, desde dentro del reloj de pared, se camufla como buenamente puede. Mariano y Rosa. Dos que están condenados a entenderse si quieren pararles los pies al carnicero que devora inmisericorde presente y devenir de España.
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