martes, 21 de diciembre de 2010

José y María. Se acaba el cuento. Un historia con muchos finales

Sobrevivieron durante un año con los ahorros recogidos durante los buenos tiempos, hasta que se acabaron. Nadie necesitaba el trabajo de un artista ebanista, y eso era lo único que José sabía hacer. Un buen día Magdalena le sugirió a María la posibilidad de incorporarse a una empresa de limpieza, y no perdió esa oportunidad. Mal pagada, explotada muchas horas por un mísero salario, María comenzó a traer a casa el sustento básico para sobrevivir. Y en esas estaban esa mañana. María debía salir hacia su trabajo, José levantaría a Jesús, le acompañaría al colegio y se dirigiría a continuación a la oficina de empleo, a probar fortuna, a desesperarse de nuevo. La coyuntura económica era dramática y cruel, estaba arrasando vidas y familias enteras y la esperanza empezaba a desaparecer, diluyéndose en lágrimas de desesperación. El rico, que se había vuelto aún más rico, le decía al pobre; “Date con un canto en los dientes si tienes para comer. Y si no tienes, ¿para qué quieres los dientes?” Y al pobre no le quedadaza otra que agachar la cabeza y recrearse en su indigencia.
María ya se había marchado a trabajar. José y su hijo caminaban despacio rumbo al colegio. José, absorto, no conversaba con Jesús como era su costumbre todas las mañanas. Estaba demasiado preocupado. Aquella tarde había una manifestación frente a la delegación del gobierno y le habían convencido para acudir. La cosa podía volverse seria, peligrosa. Los ánimos estaban muy exaltados y se sabía que iban a producirse disturbios. José nunca había sido un hombre agresivo; siempre intentó solucionar todo mediante el diálogo. Pero hoy, el ambiente provocaba tumulto, confrontación. La gente moría de hambre, y aquellos que tenían que aportar soluciones habían agotado ya todos los recursos. Un aire revolucionario impregnaba la ciudad. “No te preocupes. Nada te ocurrirá.”
Estas palabras sobresaltaron a José. Siempre que hablaba con su hijo, éste parecía conocer sus pensamientos, y le apaciguaba el espíritu. Pero el tono era distinto hoy. Jesús se detuvo delante de él y le miró a los ojos. “Nada te pasará, pues nada harás para que te pase. Debes ir, gritar, expresarte, protestar y manifestar tu indignación y tu enojo. Ellos se ocultarán, pues su cobardía les impedirá razonar con vosotros. Sabiéndose culpables de nuestra desgracia, no serán capaces de dar la cara. Son serpientes que se arrastran para conseguir su presa, pero que huyen cuando el peligro les acecha. Y hoy el peligro golpeará la puerta de sus escondites. Pero el brazo armado y policial que tendría que sofocar a aquellos que luchan junto a la razón, no obedecerá el mandato del culpable. Todo lo contrario. Se unirá a vosotros y provocará la huida del miserable. Hoy triunfaréis. Porque hoy seréis más fuertes que nunca, actuaréis juntos, unidos y decididos. Hoy no acaba nada. Hoy es el principio” . Dicho esto, Jesús abrazó a su padre y caminó con rapidez hacia la entrada del instituto. “Llego tarde, papá. A la noche, después de la manifestación, nos veremos y celebraremos el comienzo de nuestra liberación.”
José se quedó plantado en mitad de la acera. Atónito, pensativo y asustado. Temeroso de la sabiduría de su hijo, pero feliz por la clarividencia de sus palabras. Sí. Hoy iba a ser un buen día. Hoy iban a ganar la guerra. No se podía perder nada, pues nada había para perder. Quizás hoy estallase la revolución de la razón. Quizás hoy comenzaran los cambios. Jesús nunca se equivocaba. José sabía que su hijo estaba llamado a hacer grandes cosas, a ser importante; era valiente y arriesgado en sus juicios. Y la gente le escuchaba, valoraba su opinión. Sí. Hoy tocaba luchar para sobrevivir. Por María. Por Jesús. Por Roque y por todas aquellas personas sencillas, simples y trabajadoras que habían compartido con él y su familia penas y alegrías. Por Magdalena, Mateo y Marcos, que les habían ayudado por apenas nada. Por el bueno de Pedro, que se quitaba su comida para que a Jesús no le faltase. Hoy habría una batalla y tenían que ganarla…
Eran ya las diez de la noche. María estaba nerviosa. Se oían por la calle gritos de alegría. La gente celebraba un triunfo, una victoria que la buena de Magdalena había definido como el principio de los buenos tiempos. Estaba como loca. María había intentado calmarla, pero ella decía que no, que jamás había imaginado que algo así pudiera ocurrir, que tenía que salir a la calle a saltar y a cantar con todos. María no entendía nada. En el trabajo le habían preguntado por su asistencia a la concentración, pero ella había dicho que no, que tenía que recoger ella a Jesús por que José no podía. Y ahora esto. José tardaba mucho.
Caminaba inquieta de un lado a otro de la habitación. ¿Dónde estará José? Marcos le había dicho que le había visto con Pedro al empezar el revuelo, pero que después todo se había vuelto confuso…”¿Dónde estará José?”
“Está bien, mamá. No debes preocuparte por él. Está bien. Pronto regresará y te contará todo. Y hay mucho que contar. Y el mejor para hacerlo será él. Pues es uno de los elegidos para el cambio. Va a ser el padre de todo lo que está por llegar. Y si no somos estúpidos y lo estropeamos, lo que está por llegar es bueno. Muy bueno. Siéntate y descansa, mamá. Junto a mí. Esperaremos a que papá regrese, y lo celebraremos. Empieza el futuro”
María observó la sonrisa en el rostro de Jesús y se serenó. Si su hijo decía que todo iba bien, es que todo iba bien. Nunca se equivocaba…

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