Después de mal dormir una noche más, José se levantó de la cama ya cansado. Había estado viendo pasar las horas del reloj hasta que, por fin, consiguió conciliar el sueño a eso de las cuatro de la mañana. Ahora ya eran las siete pasadas y había que comenzar un nuevo día. Se aseó con rapidez y tras beber quemándose los labios un vaso de leche, volvió a la alcoba y despertó a María. Ésta, ensoñada aún, le preguntó a su marido; “¿Qué hora es ya? ¿Ya hay que levantarse?” José le dijo que sí, que lo sentía mucho, pero que si no lo hacía llegaría tarde a la empresa de limpieza donde trabajaba ella desde que él perdió el negocio. María, hermosísima recién arrancada de su descanso, sonrió a José, le miró a los ojos y le dijo; “Hoy tendrás suerte, ya verás como encuentras algo. No te preocupes. Verás como todo se arregla…”
José, entristecido, que no triste, devolvió la sonrisa a su mujer. Le resultaba imposible no derretirse cuando ella le miraba. Desde siempre había ocurrido así. Desde pequeños, en aquel pueblo donde se conocieron y donde se enamoraron siendo niños. Su suegro, Joaquín, no le quería para su hija; decía que era como juntar un cardo con una rosa bellísima. Menos mal que Ana, la madre de María, accedió desde el principio a su inocente amor con aquel aprendiz de carpintería; le caía simpático el muchacho. Siempre pensó, y no se equivocaba, que tenía un corazón de oro y que era muy trabajador. Una gran verdad, como un templo de grande.
Otra cosa son los libros. José no había sido nunca un buen estudiante. El maestro sufría viendo cómo se esforzaba en memorizar y calcular. Sin embargo, tenía unas manos prodigiosas para la ebanistería, poseía ese algo tan maravilloso capaz de transformar en arte un taco de madera. Por eso, nada más terminar el ciclo obligatorio, el chiquillo entró a trabajar con Roque, maestro carpintero y escultor aficionado. Éste enseñó a un joven José todo lo relativo a la fabricación de muebles, mientras que al adolescente mostraba a su viejo profesor ebanista cómo dar vida a pedazos de madera que estaban muertos.
La relación entre ellos fue buena, excelentemente buena, hasta el punto de que Roque, soltero de profesión, meditó e incluso preparó la documentación para que él y José se asociaran y, juntos, transformaran y modernizaran el negocio. En esas estaban cuando José y María decidieron casarse, unirse para siempre, si no estaban ya bastante unidos. La boda fue muy sencilla, pues de pocos posibles eran ambos. No obstante, según dicen en la comarca, jamás ninguna mujer había lucido su inmaculada blancura con tanta belleza. Casa propia no tenían, pero poco les importaba; el bueno de Roque les dejó la planta superior de la carpintería para que allí vivieran el tiempo que considerasen necesario. José, mago con sus manos como era, restauró toda la vivienda y, en tan sólo dos meses convirtió un almacén de listones y tableros en un confortable y precioso lugar donde compartir su amor.
María cubría de luz toda la morada y él creyó morir de felicidad. Y toda esa alegría se condensó en la mejor noticia que podría ocurrir. Su mujer estaba embarazada, esperaba un hijo fruto de su noble pasión. Pero la vida deparaba a José un nuevo contratiempo; su jefe y amigo, su maestro y compañero Roque falleció. De la noche a la mañana, todo lo que eran luces se tornaron sombras. Los herederos del anciano vieron buen pastel donde obtener tajada, y despacharon el negocio y también a José y a María. De repente, estaban en la calle. Sin nada. La voluntad de Roque no se respetó y el joven matrimonio tuvo que abandonar la entreplanta de la carpintería llevándose con ellos sus ropas y los contados objetos de valor que poseían. José se desesperó; María, en avanzado estado, le calmó consolándole y animándole a partir, a marcharse de ese pueblo donde las circunstancias le habían maltratado. Además, la envidia que sentían algunas vecinas ante la belleza y serenidad de María se había tornado en guerra contra ella; una denuncia en los servicios sociales del ayuntamiento, y el niño que esperaban les habría sido arrebatado nada más nacer.
Ante esto, José y María aprovecharon una noche y abandonaron el lugar...
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