Estamos ante una generación integrada por jóvenes con una amplia formación académica, con estudios universitarios la mayoría, que una vez terminados sus estudios se tropiezan de frente con un mercado laboral injusto, que no tiene más que basura que ofrecer y que paga basura por el trabajo.
Se comienza sin contrato, cobrando en negro miserias y compañía: con la excusa de la necesidad de adquirir experiencia, se explotan conocimientos e iniciativas, se exprime al máximo el empuje del joven que desea demostrar su valía para hacerse un hueco y se maneja caprichosamente la ilusión de aquél que es capaz de aceptar cualquier cosa con tal de empezar a obtener rendimientos a tantos años de esfuerzo y sacrificio. Después, el supuestamente afortunado que desea continuar tiene que tragar, en muchas ocasiones, con hacerse autónomo para poder ejercer su profesión: una situación ficticia que arrebata parte del salario y que por su condición no protege la mayor parte de los derechos de los que todo trabajador debería gozar. Los acuerdos y convenios no existen para ellos.
Se unen la precariedad, los malos salarios y la ausencia de derechos con las ganas y la necesidad del recién titulado de arrancar su vida laboral y tenemos un cóctel del que sólo salen parados, vocaciones perdidas, buenos profesionales desmotivados que aceptan lo que sea por sobrevivir.
El mayor activo de una sociedad es la fuerza y la capacidad su juventud, la preparación de aquéllos que han luchado durante años por profesionalizarse. Y el sistema no les valora, no les acoge, ignorante estúpido que no se da cuenta de que sin ellos no hay futuro. En vez de potenciar su crecimiento y maximizar con racionalidad y justicia sus cualidades, les está aplastando y oprimiendo. Ellos lo permiten, pues creen no tener otro remedio y nosotros, temerosos ante su poder, colaboramos en su destrucción. Es imprescindible un cambio en las actitudes, una legislación que garantice calidad y dignidad para los que vienen detrás empujando. Otra cosa es un suicidio económico.
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