No me resisto a escribir sobre el absurdo. Y lo voy a hacer de forma igualmente absurda ya que creo que la noticia no merece la más mínima atención. No porque considere justa o injusta la nueva ley, no. El motivo por el cual pretendo entretenerme en la decisión alfabética de los apellidos es porque me parece una engañifa, una cortina de humo con la que distraer la atención y así conseguir que nosotros, pobre plebe inculta, nos fijemos más en si preferimos arrastrar la estirpe de papá o de mamá, en vez de cabrearnos, por ejemplo, por la congelación de las pensiones. No hay nada mejor que darle un azucarillo a un caballo reventado de correr para que se olvide del esfuerzo y lama la mano del amo.
No creo que los apellidos y el nombre sean lo más importante para definir a las personas. Son los hechos, las acciones, las voluntades, los sentimientos los que nos deben permitir clasificar y conocer a los que nos rodean. El nombre con el que la ley te encasilla hasta que te mueres, e incluso después, es un añadido que nos colocan al nacer, un ornato, un orgullo de progenitores o, en algunos casos, una venganza. Nada más que eso, salvo que lleve parejo bienes y herencias cuantiosas.
En consecuencia, debatir, en mi caso, sobre si Salinas o García, se me antoja una solemne chorrada. Llamándome de una forma u otra, seguiría siendo el mismo. Ahora bien, entiendo que la megalomanía de algunos, la extrema vanidad puede llevar a establecer como Ley los espurios deseos de ser recordados por la historia con un determinado patronímico.
Pienso que el objetivo no es otro que el de que cuando dentro de una buena pila de años los infantes estudien la gloriosa etapa política que nos está tocando soportar, éstos no se tropiecen con un Pérez o un Rodríguez como grandes caudillos. Quedará mejor Rubalcaba o Zapatero, títulos que, al fin y al cabo, ambos personajes están tallando con escoplo en la miserable destrucción del país. O quizás sea por todo lo contrario, por enterrar en el olvido del tiempo los nombres con los que se conocieron a tan nefastos rectores públicos, para que así sus descendientes no sufran el rencor generado. Sea por lo que sea, mientras discutimos por necedades obviamos los atropellos de la casta política dominante. Nos están robando la cartera delante de nuestras narices.
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