A mí me trae sin cuidado, pero qué contento estoy. Parezco el Macario, el muñeco de la boina y los pelos gordos, negros y tiesos como escarpias que le jalonaban las piernas. Y no lo digo por lo rústico del personaje ni por lo salido que estaba, que ya podría ser, ya. Lo digo porque soy feliz y todo es maravilloso y bello. Me he vuelto idiota y sueño sólo con que llegue la noche, salten los veintidós millonarios al campo y me entretengan con un espectáculo sublime.
¿Qué más da que la cosa esté tan mal? Para eso están los goles, para conducirnos al olvido. El sistema está agotado, por no decir destruido; ha vomitado toda su debilidad dejando en cueros a todos los que lo sustentamos. De seguir así, comer pasará de ser una necesidad básica a convertirse en una odisea imposible. Pero no pasa nada, un gol de Messi o de Ronaldo equivale a un menú de tres platos, nos engorda más que un cochinillo al horno.
¿Para qué preocuparse? Te pegas a la tele o escuchas la radio, y parece que nada más exista el partido de esta noche. Sólo Barcelona y Madrid, con unas gotas de elecciones catalanas, un poco del loco coreano y una miaja del Sahara Occidental. Para hoy ya hay bastante. Mañana, a recuperar la cantinela: trabajo para usted no tengo, pero, ¿vio el partido de ayer?
Dediquémonos pues a babear delante del televisor mientras nos la siguen clavando hasta la médula. Nosotros, al fútbol, que de lo de gobernar ya hacen como que se encargan los que nos han preparado la cama y construido el ataúd. En algo tenemos que entretenernos, que no todo va a ser penar y penar, ¿no?
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