El violento mata por su mala educación, por la nefasta tradición de superioridad que la sociedad impone y por su maldito sentido de posesión. Escudándose en unos sentimientos bastardos y confusos, el violento asume el papel erróneo de legislador de las voluntades femeninas, intentando fiscalizar y controlar los deseos y aspiraciones de la mujer, controlar su vida. Después, cuando ésta se rebela contra la injusticia y el abuso, se transforma en juez y ejecutor, en asesino.
El violento mata por cobardía; la propia impotencia vierte los fracasos en la figura de la mujer. Se le convierte en culpable, se le somete a tortura, se le responsabiliza de todo y se le castiga sin piedad. Para lograr sus fines, el sádico no necesita acabar con la vida; la mujer sufre maltratos psíquicos y humillaciones, todos bajo la amenaza del daño físico, ubicando la sombra de la muerte sobre ella.
El violento mata porque no es hombre, porque ha perdido totalmente la dignidad y la humanidad, porque no tiene, y quizás nunca ha tenido, el menor síntoma de cordura. El violento mata porque es incapaz de reconocer su miseria y su inutilidad. Y la paga con la que considera más débil, con la que cree que es su objeto más delicado y molesto.
La violencia de género no tiene fin. El violento es cobarde, salvaje y ruin, un engendro injusto de la naturaleza que practica su maldad como deporte habitual. Debe ser perseguido, acosado como alimaña que es, abatido, capturado y castigado con toda la dureza posible.
El problema es que no sabemos prevenir el mal. Y cuando se consigue, el miserable se esconde y espera a su presa hasta que la caza y liquida sin compasión. La educación recibida ha desarrollado el cáncer de su locura y, lo que es aún peor, en la mayoría de las ocasiones considera que obra con justicia. Hay que detenerle antes de que actúe. Hay que evitar que actúe.
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