Claveles y crisantemos. Es un día de lágrimas y flores, de recuerdos y consideraciones póstumas, de sumisiones y cortesías hacia los que ya no están entre los vivos. Se limpian nichos y tumbas, se embellecen los mármoles y se habla con aquéllos que, aunque no nos pueden responder, es como si estuviesen ahí, con nosotros, esperándonos desde hace tiempo para aconsejarnos o reprendernos por tenerles tan olvidados. Se les echa en falta y se llora su ausencia en la gran mayoría de las ocasiones, que también los hay que van a asegurarse que siguen donde los dejaron.
Es nuestra cultura de los muertos, nuestra tradición, el Halloween nacional, el truco o trato patrio. Aquí no se intercambian caramelos y dulces, no se disfrazan niños y adultos de brujas, hechiceros o zombis, no se baila y se ríe celebrando el tránsito hacia la muerte. Sustituimos el disfraz por el luto, las golosinas por las flores, y la música festiva por un padrenuestro. Nuestra tradición impone sus normas, por un día aquéllos que quisimos comparten algo de nuestra vida, participan de nuestra energía.
Todos tenemos una actitud hacia la muerte, una posición al respecto. Todos, creamos en lo que creamos, mantenemos un sentimiento muy profundo que nos acompañará siempre. Todos tememos lo que no entendemos y respetamos de algún modo lo intangible del alma, del espíritu. Por eso celebramos este día, porque, ya sea por miedo o por amor, notamos, sentimos que no estamos solos. Ya sea un recuerdo, un cariño o un odio, a veces somos capaces de sentir alientos que no son más que brisas. Eso es lo que tiene el querer o el respetar a alguien (o las dos cosas juntas, por qué no): se trata de un sentimiento que jamás se olvida.
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