Señor Blanco. Le ruego me permita utilizar las palabras de un monólogo de la obra de Shakespeare “El Mercader de Venecia”, las que pronuncia Shylock. Para un casi abogado como usted, fáciles son de reconocer. Yo, pobre inculto, me atrevo a modificarlas para expresarle lo que siento. Dado su amplísimo bagaje cultural, su extenso dominio sobre letras y ciencias y su espectacular formación académica (note usted la ironía de mis palabras, no se las vaya a creer), pienso que no tendrá problemas en comprender lo que pretendo decirle. Anhelo que aquellos que idolatran y respetan al autor inglés sepan perdonarme. De usted, sin embargo, no espero nada. Es más, deseo que se quede usted quieto y tranquilo y que deje ya de molestar. En mi entender, actuando así como le demando le haría un gran favor a la sociedad.
Soy un español del montón, a las puertas de una miseria que yo no he buscado ni provocado. ¿Acaso no tengo ojos? ¿Acaso no tengo manos (me las rompo de trabajar), órganos, dimensiones, sentidos, afecciones, pasiones? (los tres últimos andan pelín revolucionados) ¿No me alimento con la misma comida (usted y los suyos comen mejor que yo seguro), no me hieren las mismas armas, las mismas enfermedades, no me curan por los mismos medios (aquí sí que no, que algunos tienen seguros privados), no me calienta el mismo verano y me enfría el mismo invierno que a un político como usted? Si me pinchan, ¿no sangro? Si me hacen cosquillas, ¿no río? Si me envenenan ¿no moriría? Si me hacen mal, ¿no me vengaría?
Si yo ofendo a un político, ¿cuál sería su bondad? ¿La venganza? Y si un político me ofende (cosa bastante habitual) ¿cuál debe ser? ¿La tolerancia? Siguiendo vuestro ejemplo, la maldad y la venganza con que me instruís yo la ejecutaré.
Espero que, si lee esto, cosa harto imposible, haga un esfuerzo por comprenderme. Estoy hasta las narices de usted.
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