El sábado comienza la Liga. Dos equipos se pelearán por el título, siete u ocho por entrar en Europa y el resto, morderá por mantenerse entre los grandes. Salvo sorpresa, salvo revolución, el guión ya está escrito. Arriba, los de siempre absorbiéndolo todo. Detrás de ellos, un grupo con posibles que intenta dar la cara. Y, en el fondo, la plebe del fútbol, a pelear como locos por no perder su ración del pastel y hundirse en la miseria.
El fútbol es como la vida. Los que más tienen (o más deben, que en ocasiones es lo mismo) son los que acaban controlándolo todo, los jefes, los elementos dominantes que marcan las directrices. A su sombra, al abrigo de los ricos, algunos listos, con solera o no, llegan a alcanzar cierto nivel que les permite codearse en las altas esferas: son pequeños triunfos los que les encumbran situándoles, no obstante, siempre al borde de un precipicio. Detrás de éstos, de ricos y afortunados, se halla una tropa con una carta de invitación para participar durante un limitado período de tiempo en el juego del poder. Si aprovechan bien su momento, quizás la bonanza les acompañe. Pero si la mala administración, imprudencia y/o mala suerte domina su gestión, se hundirán en la ruina y quedarán relegados junto al resto de los mortales.
El fútbol dejó hace tiempo de ser un deporte. Manteniendo su condición de negocio superlativo, es también in manual donde se refleja nuestra estructura social. Ocurra lo que ocurra, siempre mandan los mismos. A su sombra se sitúa un grupo casi cerrado que protege su condición de pertenecer a la elite. Después ya viene el pueblo, de composición más variable, pero que, salvo milagro, jamás dejará de ser el escalafón más bajo. Todo está escrito. Cambiar el argumento pasa por rebelarse contra él. Quizá vaya tocando ya.
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