Mientras estamos entretenidos con los toros, no nos preocupamos de otros temas. Muchas pequeñas y medianas empresas van a colgar el cartel de cerrado por vacaciones para, después de liquidado agosto, no volver a abrir. Un millón trescientos mil hogares tienen el dudoso honor de contar con todos sus miembros en el puñetero paro. Los hoteles en las zonas turísticas no llenan ni a euro la habitación. Las tiendas y centros comerciales no venden ni rebajando lo rebajado. Los paseos marítimos se llenan de gente paseando, paseando y venga a pasear, pero de gastar nada de nada.
Pero tenemos taurinos y anti taurinos enfrascados en discusiones sobre la fiesta (mejor omitir lo de nacional, no se ofenda alguien). Nuestros políticos, tras la tregua del mundial de fútbol, se han tropezado con otro debate que sumerge en el olvido sus continuos y constantes atentados contra la razón. Bendito país para manipular aquél cuyo pueblo prefiere liarse entre sí antes de emprenderla con aquellos que de verdad descontrolan el cotarro.
Con esto no quiero decir que carezca de importancia el tema toros sí o toros no. La tiene, y mucha, pues tocar las tradiciones y destruirlas es no respetar la historia e identidad propias. Por otro lado, es de ley comprender a los que no consideran fiesta la tortura y ejecución de un animal. A mí, personalmente, los toros no me molestan, ni fu ni fa. Lo que sí que me fastidia sobremanera es el totalitarismo de salón, la castración de la libertad para decidir, pensar y sentir: prohibir algo es asesinar con alevosía el derecho de todos de optar sin presiones por aquello que apetece, sin más, si entrar en guerras políticas y demás maniobras de distracción orquestadas por la casta que dirige el Estado y las Autonomías. Nos cargamos el juego democrático y no nos estamos dando cuenta
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