lunes, 18 de octubre de 2010

Hablar sin hablar

Escribir puede ser un arma poderosa en manos de según quién. En mi caso no constituye más que un entretenimiento, un reto que necesita la participación de un público para adquirir sentido. En consecuencia, les propongo echar una partidita. Juguemos a dividirnos. Juguemos un rato a establecer los dos grupos en el que se puede partir el colectivo maravilloso e insoportable que componemos aquellos que tenemos el vicio de opinar, la mala costumbre de disentir de las imposiciones. No va a llevar mucho tiempo, el justo para leer estas líneas hasta el final. ¿Qué no apetece o no se tercia? No pasa nada. Se llega donde se llega y tan amigos. Un saludo de los buenos y hasta la próxima, que esperemos no sea a muy tardar.

Si la decisión es continuar en mi compañía, agradecimientos eternos, pues contar con alguien que comparta lo que uno pretende reflejar escribiendo es algo cuyo valor no se puede medir. Siempre, en el asunto de comunicar, el solista implora la complicidad de alguien noble y entendido que sepa y desee colaborar: el redactor, el disertador, nutre su vanidad con el aporte del batallón de pensantes, cuanto más numeroso mejor, que interviene en sus sentimientos. Es indefectiblemente en esta comunidad donde reside el aprecio con el que calibrar el tema a valorar: es la colectividad el que lo sitúa en el Olimpo o lo manda a pudrirse en el olvido más absoluto. Saber que a uno le escuchan, aunque no hable, hincha la yugular y alimenta el orgullo. La magia de las palabras y el poder que comunica el usarlas con maestría proporciona a aquél que las controla un placer de cotas inalcanzables para el resto de los mortales.

Yo, por desgracia, soy un ”juntador””de letras, no tengo tan alto nivel: al igual que la mayoría los que han decidido entretenerse con lo escrito hasta ahora, pertenezco a aquéllos que nos hartamos de oír sin entender, a aquéllos que sabemos demasiado bien que se pueden unir frases sin sentido que conformen una melodía amena pero vacía, carente de significado (por ejemplo, ahora, que ya van trescientas palabras y aún no he dicho nada).

Enfrente está el que se dice sabio, que no siempre lo es, y que hoy en día parece aliado con el enemigo: poderoso manipulador que sabe que un bostezo suyo llena más páginas digitales o de papel que cualquier razón y corazón expresados. Gente pública a la que la posición otorga el derecho no conquistado de la verdad sobre las cosas: malos políticos y sus meretrices de lujo que abren la boca y afilan su pluma, aunque la sandez domine su oratoria y su prosa. Qué nadie se ofenda, que no es esa la intención. Lo que ocurre es que la objetividad en la información ha palmado a causa del estrés político y de la afinidad económica, confundiendo la opinión con la noticia.

Dicho esto, que me buscará más enemigos que amigos, intentaré responder a la cuestión inicial, aquello de los dos grupos, con lo que mi limitado entender ordena. A saber. Yo lo veo así. Por un lado está el colectivo compuesto por el mentiroso, sus camaradas de fatigas y los juglares de sus cuentos, y por el otro lado aquél en el que nos integramos los que no nos creemos ya nada de nada, los que preferimos pensar con absoluta libertad, los que todavía no tenemos envenenada la voluntad. Que cada uno se afilie al que le apetezca, si ese es su deseo. Al fin y al cabo es casi una tontería, una pequeña diferencia semántica: o le pones precio a tus palabras o dejas que ella sean las que te pongan el precio.

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