Hay que eliminar la fiesta nacional. No. No me refiero a los toros. Eso ya está en camino de desintegrarse por obra y gracia de intereses políticos. Tampoco hablo del noble arte de pegar un cabezada después de comer aunque algunos, como decía Cela, hagan siestas de pijama y orinal. Envidia cochina que les tengo. No se trata de suprimir la sana costumbre del tapeo y la caña, el que pueda permitírselo, ni el buen hábito de algunos sábados, sabadetes, que los cuerpos no están para mucho más. No van por ahí los tiros.
El objetivo de esta iniciativa es cepillarse de un plumazo el doce de octubre, no vayan a molestarse las distintas nacionalidades que jalonan el territorio español. Le quitamos unas gradas este año, el que viene unas cuantas más, al siguiente, el que quiera sentarse que se traiga la silla de casa, al otro, en vez de desfilar por una avenida, que recorran alguna travesía que no incordie tanto el tráfico y así, recorte tras recorte, en unos quince años el que quiera asistir a la representación, que avise por escrito: se le envían por correo un par de capítulos de Águila Roja con una foto dedicada del rey que gobierne por entonces, que supuestamente será Felipe tropecientos, que he perdido la cuenta de cuántos hay ya en la historia, y ya está. Para qué más.
Eso sí. Tiene que seguir siendo festivo, que tampoco hay que ser tan estrictos con el tema. Se le cambia el lema, el motivo y ya está, miel sobre hojuelas. En vez del arcaico” Día de la Hispanidad”, llamarlo “Día de las múltiples e independientes naciones que seccionan graciosamente una pequeña península que se odia de norte a sur” o algo por el estilo. Se admiten sugerencias a la estupidez.
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