En esto de rebolicarse (expresión muy valenciana que define un estado de rebeldía e inquietud máxima) los franceses nos dan mil y una vueltas. Siempre han tenido más arrestos para plantarse frente a la autoridad, con o sin razón, utilizando absolutamente todos los medios que han tenido a su alcance. Bueno es recordar que derribaron el absolutismo monárquico que exprimía a su nación cortando cabezas a diestro y siniestro, convirtiendo las ejecuciones en ferias populares. También es cierto que la guillotina acabó girando su hoja contra los revolucionarios que, de esta forma, participaron como verdugos primero y después como víctimas del sangriento espectáculo. No se libró casi nadie de la furia, la mayoría pagó con sangre su rebelión.
Hoy, ahora mismo, en Francia las sucesivas huelgas amenazan con derribar por agotamiento la política de Sarkozy y su proyecto para las jubilaciones. El pulso es fuerte, cerrado y se radicaliza aparentemente con espontaneidad. Y digo que en apariencia porque hay quién dice que la rocosa organización de los sindicatos está detrás de los comportamientos más violentos. Se ataca sin compasión a un gobierno conservador y la pelea tiene visos de no terminar nunca.
Extrapolar esta sucesión de paros, este modelo de huelga sin final, renovable en cualquier instante del tiempo, y trasladarlo a España se me antoja imposible, una quimera irrealizable por varias razones. En primer lugar nos encontramos la situación política: en Francia un gobierno de derechas pretende realizar los recortes sociales y económicos y tropieza con sindicatos de izquierdas que, con el cuchillo en la boca, le niegan cualquier reforma, usando todo su poder para oponerse. El trabajador contra el opresor, la lucha sagrada. Aquí, en este nuestro país, un gobierno de izquierdas es el artífice del desaguisado y los sindicatos, subvencionados y agradecidos, se conforman con salir en un par de fotos, justificarse y con una pantomima de huelga y un par de enfervorizados discursos, la masa contenta (eso piensan). Los trabajadores no tienen una representación digna y la lucha, de sagrada se torna en una farsa orquestada por astutos directores.
En segundo lugar, los españoles andamos muy perdidos en esto de reivindicar. Algunos parecen no querer líos, tener más miedo que hambre. Otros no están dispuestos a seguirles el juego a líderes sindicales de desayuno caro y sofá. El resto pertenece al no sabe, no contesta: mientras a mí no me toque, que se apañen los demás. No existe el respaldo suficiente para organizar un pollo como el francés.
Y en tercer lugar, el factor más importante. Los estudiantes galos han optado por salir a la calle, involucrarse en la movida. La juventud del país vecino no está dispuesta a aceptar el proyecto de Sarkozy y va a extremar el conflicto con una participación activa y avasalladora. En España, con un sistema educativo que destruye vocaciones y genera de manera mayúscula la desgana y la desmotivación, el estudiante que piensa, el que tiene inquietudes es un bicho raro, y el mismo sistema se encarga de encasillarle y dominarle. El resto, ni fu ni fa. El futuro de España recaerá en jugadores de Play que anteponen botellón y fiesta a cualquier otra cosa. Y yo no les culpo, la sociedad les tiene anulados; levantan la cabeza, ven lo que tenemos para ofrecerles y se parten a reír. Entonces, si no protestan cuando se les pisa, mucho menos lo van a hacer cuando el que sufre es otro.
En resumen, aunque el caldo es el mismo, lo de Francia es una bullabesa como manda la ley y lo nuestro una sopa clarita sin picatostes siquiera.
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